LITERATURA EN LA CÁRCEL
Por María Jesús Mayoral RocheSegunda Parte
El primer día que me presenté en la prisión como monitora de literatura el funcionario se quedó estupefacto: “¿Literatura aquí, en la cárcel?” Su sorpresa fue mayor al comprobar que los presos me estaban esperando.
Reconozco que soy la persona menos indicada para hablar de mi experiencia literaria en la cárcel y que sería mucho más interesante la opinión de mis alumnos. Pero los que conocemos el mundo penitenciario sabemos que esa posibilidad ni se plantea: la palabra de un preso no vale nada. Cuando una persona entra en la cárcel lo pierde todo, principalmente su credibilidad. Es triste pero es así. Con esto no pretendo hacer un alegato en favor de los presos, pues las víctimas siempre han estado presentes en mi pensamiento y en el espíritu del taller.
Por eso creo que ha llegado el momento de dejar a un lado el pudor y sacar a la luz algunas de las cartas que mis alumnos me escribieron; cartas que me llenan de satisfacción y que no dejan de emocionarme cuando las releo. La tinta y el papel son los mejores testigos a la hora de dejar patente el sentimiento y el ánimo del que escribe. La primera carta corresponde a un hombre que ignoraba completamente lo que era la literatura; me la entregó cuando fue puesto en libertad. Las transcribo literalmente omitiendo algunos párrafos que no vienen al caso.
Hoy he estado recogiendo todas las fotos y cada una tiene algo especial. He pasado aquí ratos buenos y ratos verdaderamente malos, sólo lo saben las cuatro paredes que me rodearon en las cuales voy a dejar parte de mi vida: recuerdos, pensamientos, llantos, rabia, dolor, alegrías, en fin, un poco de todo. Pero aquí, además de otras muchas cosas, he aprendido a vivir, solamente vivir, estés donde estés. Y eso lo he aprendido en tu clase de literatura, cuando me soltaste una de las tuyas: “¡Qué poco aprecias la vida!” Y esa misma noche dejándome llevar de mis muchos pensamientos que rondaban mi cabeza se paró en tu expresión y quiero decirte, querida amiga, que a partir de esa parada empecé a reflexionar y tienes razón. Debes vivir, sea donde sea, bien o mal […]
Te agradezco lo mucho que he aprendido y me has enseñado. Me he dado cuenta que para entender muchas veces la vida hace falta la literatura, ya que creo que nos identificamos con cada obra que leemos o en una parte de esa obra nos vemos a nosotros mismos, es como estar delante de un espejo. […]
La carta que sigue fue escrita en una celda de castigo.
Estimada profe:
Todavía con la frustración pegada a mis sentidos, por no haber podido acudir a tu siempre “excelsa” clase de literatura, me dispongo a demostrarte, desde este agujero infecto y patético (que es aislamiento), el seguimiento de la lectura del Gatopardo:
“Desde el fondo del sendero principal que descendía lento entre los altos setos de laurel encortinando anónimos bustos de diosas desnarigadas…” (Pág. 114)
Te confieso, Mª Jesús, que de nuevo me he quedado prendado de tanta belleza contenida en esta magistral obra de Lampedusa. Me refiero a que ya me ocurrió lo mismo, salvando las distancias, con Oscar Wilde. Gracias, profe.
Pero sin duda, tenías razón al señalar el último capítulo como algo especial. La tragedia de este hombre, sabedor de su suerte, consciente de su momento, al igual que su familia, sencillamente me ha fascinado:
“Comprendió al punto, se trataba del sacerdote. Por un momento tuvo la idea de rechazarlo, de mentir, de ponerse a gritar que estaba muy bien, que no necesitaba nada. Pero enseguida se dio cuenta del ridículo de sus intenciones: era el príncipe de Salina...” (Pág. 323)
Qué decir de tanta magnificencia, que se puede añadir a tanto empaque y dignidad hasta el final. Su final. Nobleza obliga, quizás. Descansa en paz ancestro de príncipes.
Espero, con renovadas energías, poder acudir el próximo jueves a clase. Te pido, con moderada insistencia, reclames mi presencia, si no es demasiada molestia. Gracias, Mª Jesús. Atentamente.
La carta que viene a continuación me la escribió uno de mis mejores alumnos, me la entregó cuando supo que iba a ser trasladado a otro Centro Penitenciario.
Hola, María Jesús:
El motivo de este escrito no es otro que despedirme de ti. Posiblemente no nos veamos más, en cuyo caso quiero que sepas que siempre recordaré tus clases, también tu manera de estar con nosotros, tu tolerancia y tu respeto hacia nuestro colectivo.
Siempre veré en ti el hilo conductor de mi vida a través de los libros. Me enseñaste cosas que no sabía, me enseñaste a entender lo que leemos, me abriste la primera puerta. Oscar Wilde significa para mí mucho más que su propia obra. Margarite Duras ha cambiado mi vida. Me has enseñado a entender la lectura. Gracias Chús. […]
Para finalizar, quizás poco importa, pero discúlpame si mi condena es por cometer un error muy grave: le pegué y me ensañé con una persona que me estafó mi dinero y mi buena fe, nada más y nada menos. Te pido disculpas porque también me has hecho ver en ti a la sociedad. Gracias Chús.
Recibe mi más respetuoso saludo y mi entrañable abrazo. Tu alumno, que era un enamorado del arte, ahora lo es también de la lectura gracias a mi profe.
Estas cartas son la mejor recompensa a mi labor, que dicho sea de paso fue todo un reto, pues ellos se empeñaban en leer a toda costa a esa pléyade que se harta de soltar tacos en sus columnas semanales. Me negué rotundamente a ello y eso me suponía una trifulca cada vez que cambiábamos de escritor. La lectura de “La familia de Pascual Duarte” también costó lo suyo, pues no tragaban a Camilo José Cela desde que se le ocurrió decir que los viejos en España eran unos vagos que sólo pensaban en viajar con el INSERSO y que él todavía no se había jubilado. Llegados a este extremo, mi espíritu diletante no pudo soportar tanta presión y decidí zanjar el asunto pegando un puñetazo en la mesa y soltando dos vehementes vivas a la Guardia Civil, que es la peor blasfemia que se pueda decir en una cárcel. Confieso que aquella salida de yegua jerezana dejó estólido al personal. Viendo el lado cómico de la situación aproveché para hacer hincapié en lo mío: “En mi taller sólo leerá Literatura, Literatura, Literatura”. A lo que ellos respondieron: “Tampoco es para ponerse así, mujer”. Leyeron “La familia Pascual Duarte y quedaron gratamente sorprendidos de la obra de don Camilo; aunque siguieron opinando lo mismo de él. Pero como me gusta el más difícil todavía, se me ocurrió que “El Principito” sería una buena lectura en mi taller. ¿Se pueden imaginar la cara de quince hombres encarcelados ante mi propuesta de leer un cuento? Este libro les cautivó, aunque en su caso sería mejor decir que les liberó. Lo leyeron en el taller, lo releyeron por su cuenta en la celda y lo recomendaron a parientes, novias y amigos.
Por eso, ahora que la producción editorial ha descubierto que vender las miserias de la farándula resulta mucho más rentable que la buena literatura y que Ángeles, Demonios, Catones, Códigos Da Vinci y demás narrativas mediocres disparan las ventas, me tranquiliza saber que mis alumnos aprendieron a distinguir entre superventas engañabobos y LITERATURA.