martes, 17 de septiembre de 2013


POSTALES CON RECUERDOS
Por María Jesús Mayoral Roche
 

CATANIA

 
Con el clásico calor sofocante del mes de julio me fui de viaje. El avión iniciaba su descenso y en cuanto vi el negro resplandor del Etna extendiendo su manto sobre los dorados rastrojos de la tierra siciliana, supuse que el aterrizaje en Catania iba a ser inmediato. Ya instalada en la coqueta habitación de un hotel que en otro tiempo fue palacio, abrí los batientes del balcón para presenciar la caída de los rayos de sol sobre los tejados de la ciudad. Sin imaginarlo, me encontré como telón de fondo con la oscura silueta del volcán coronado con una tenue nubecilla que, revestido de la luz magenta del atardecer, parecía erigirse como un anciano rey que guarda el fuego. Era el día del Carmen, entrada ya la noche, algunos de los pueblos asentados en la ladera del volcán celebraban su festividad con fuegos artificiales, salpicando su inmensa oscuridad lávica con tímidos destellos de colores. Un espectáculo natural de estas características no se ve todos los días y consciente de ello, lo bendije sintiéndolo como un privilegio que me ofrecía la vida.
En estos momentos me conformo con rescatar mis tardes en la plaza del Duomo de Catania -consagrado por supuesto a Santa Ágata-, un espectáculo algo más cotidiano. Frente a su fachada, uno elige asiento en la terraza de la cafetería que hay junto O Liotru (Fuente del Elefante), pide una granità alla mandorla con gelsi (granizada de almendra y moras) y se queda expectante. Déjale hacer el resto a tus ojos.

viernes, 13 de septiembre de 2013


En la trasnochada

María Jesús Mayoral Roche
 
Septiembre

En Villamayor de Gállego, 13 de Septiembre de 2013


Septiembre, el reencuentro: los libros, la cartera, el uniforme. A estas alturas del año suelen asaltarme los recuerdos cuando veo a las madres acompañar a sus hijos en su primer día de cole. Después de mi verano salvaje en Villamayor de Gállego, en el que pasaba gran parte del día subida a una bicicleta recorriendo la huerta y bañándome con las amigas en las acequias, además de hacer algún rastro que otro por los silos de las eras; una vez pasadas las fiestas, esas fiestas con baile en la plaza y vaquillas que todavía hoy perduran, llegaba el momento de regresar a Zaragoza para ir al colegio.
Septiembre para mí es el mes más evocador, el que me sigue marcando el ritmo del año. ¿Cómo olvidar mi primer día de colegio? Todavía lo estoy viendo, mejor dicho, sintiendo. Mi madre me arrancó de la cama, me puso en pie y me enfundó en un uniforme que parecía llevar chinchetas de lo que me picaba. El broche plateado del cinturón era lo único que llamó mi atención en medio de la oscuridad de aquel vestido tableado, al menos, la hebilla me pareció vistosa. Después vinieron los calcetines, esos calcetines de perlé marrón que mi madre había tejido con tanto mimo para que yo los luciera en mi primer día de colegio. Cómo olvidar aquellos calcetines calados grabados en mis tiernas piernecitas cuando me los quitaban. Para rematar la faena, me calzaron los Gorilas; aquellos zapatos marrones que pesaban un sentido y que no se rompían nunca. Con toda aquella indumentaria me sentía rara, me costaba esfuerzo andar y el uniforme me picaba cada vez más… Y eso que me había librado del cuello blanco; porque cuando me pusieron aquel cuello postizo sujetado con ojales y botones, por un momento pensé que mi madre me estaba estrangulando. Todo aquel peso en los pies y aquella tortura en el cuerpo me dejaron triste e inmóvil. Inconscientemente recordaba mis chanclas de goma, mis vestidos de verano sin mangas y mis carreras en triciclo.
Pero buena era yo de pequeña, menudo torbellino. Como decía mi tía: es una monada cuando duerme. Lo cierto es que aquella tortura me duró poco, pronto le encontré el divertimento al uniforme: a base de dar vueltas se levantaban los pliegues de la falda, a mayor impulso más revuelo hacía la falda. Debo añadir que yo hablaba por los codos y que era de sobra conocida en el barrio; desde el portero hasta el relojero todos se acercaron para ver a Chús vestida de colegiala. En cuanto mi madre se paraba para hablar con alguien, me soltaba de su mano y empezaba a girar como una peonza para que se levantaran los pliegues de la falda. Mi madre al ver mi nuevo baile no pudo por menos que cogerme de la muñeca para darme una sacudida, a ver si así conseguía pararme de algún modo. Con el fin de inmovilizarme decidió llevarme bien sujeta de la mano, pero ni por esas. Yo a lo mío, como no podía dar la vuelta entera, pues daba media a un lado y media al otro. Cuando mi madre me miraba de reojo en plena faena me paraba, en cuanto retomaba la conversación yo seguía a lo mío, haciendo el abanico a un lado y a otro con los pliegues. 
Lo del uniforme fue una novedad, pero la que verdaderamente hizo que me sintiese mayor fue la cartera. Aquella cartera de plástico con un asa y dibujos de muñecos  donde mi madre metió mi primera cartilla, un plumier de madera, un cuaderno y un borrador. Después vino la impresión, una fuerte impresión: la monja. En mi vida había visto una cosa igual. Una mujer vestida con un hábito negro hasta los pies, toca, velo, esclavina con un crucifijo sobre el pecho y un rosario que le colgaba de la cintura. Desde luego no me asusté cuando la monja salió a recibirnos, más bien me quedé como un mochuelo sin perder ripio de cómo me hablaba y cómo se comportaba, además dentro de la clase había bullicio y veía bonitas mesas de colores; presentía que aquello iba a ser divertido. Le dí la mano a la monja y me quedé allí tan feliz; sin embargo había otras niñas que sintiéndose abandonadas por sus madres en un lugar desconocido se echaban a llorar amargamente mostrando el velo palatino hasta la úvula.

 Cómo olvidar septiembre, cómo olvidar mi primer día de clase…

domingo, 1 de septiembre de 2013


Se acerca el 8 de septiembre
María Jesús Mayoral Roche
 

 

            El resto del verano lo pasé con mis padres. Los días estivales en el pueblo transcurrían largos, tórridos y tranquilos. Por la tarde acudía a la biblioteca que estaba junto a la iglesia. En realidad no era propiamente una biblioteca, sino más bien un salón con libros al que llamaban familiarmente "El cuarto de la doctrina". Allí, mosén Eladio y las catequistas impartían a los niños las lecciones de catecismo. Aquella sala parroquial, servía también para las reuniones de las señoras de la Cofradía de Ntra. Sra. del Pueyo, tertulias de jóvenes y lugar de lectura. Mosén Eladio se pasaba el día discutiendo con todo el mundo. El viejo cura no admitía cambios, ni en su iglesia ni en sus procesiones.
          Fue en el "Cuarto de la doctrina" donde conocí e hice amistad con Pilar y Tere. Como prácticamente pasaba casi todo el año en Zaragoza, apenas conocía y me relacionaba con la gente del pueblo. Tan solo tenía amistad con Clarita, la hija de don Jaime (el veterinario), que venía con asiduidad a mi casa para hablar y escuchar las canciones de moda en el tocadiscos, que me habían regalado como premio de fin de curso mis padres. Mi madre veía con muy buenos ojos aquella amistad, al fin y al cabo Clarita era la hija del veterinario y de de doña Orosia, una mujer del Valle de Ansó muy fina y educada. Sin embargo, no le parecía bien que me relacionase con Pilar y Tere, que trabajaban como costureras en el taller de una modista del pueblo. Mi padre le criticaba ese clasismo y le decía:
          - Amalia, deja que Irene alterne con la gente del pueblo, son buenas chicas.
          Los domingos me acercaba con mi padre en bicicleta hasta el molino. Paseando por los maltrechos puentes de estacas me hablaba de mi futuro. A veces, cuando las aguas de la almenara se estancaban debido a los estíos de la acequia, nos dedicábamos a pescar barbos, mientras, me contaba cosas de cuando él era niño y de mis abuelos. Poco recuerdo de ellos, era muy niña cuando murieron. Me relataba también las travesuras de su hermana Pilar, la niña que estaba en el cielo y a la que no me atrevía a mirar cuando dormía en la habitación de los olores. Todos me decían, que cada día que pasaba, me parecía más a ella. Adoraba y admiraba a mi padre, sobre todo cuando nos perdíamos entre los frutales hablando o nos subíamos a los árboles para contemplar los nidos de las abubillas.
          El ocho de septiembre se celebraban las fiestas en honor de Ntra. Sra. del Pueyo. La víspera, a las doce de la mañana repicaban las campanas y encendían el cohete anunciador de fiestas. Durante seis días, se sucedían numerosos actos festivos y religiosos. Mosén Eladio se preparaba a conciencia el sermón del día de la Virgen y las señoras de la Cofradía limpiaban y engalanaban la peana para la subida en procesión a la ermita. Clarita venía a buscarme por las tardes para ir al baile. Mi madre antes de salir de casa, nos daba un sinfín de recomendaciones y consejos, que terminábamos por no escuchar.
          El baile se celebraba en la plaza del pueblo, rodeada de  viejas casas de estilo aragonés, a los pies de su altiva torre mudéjar. Clarita y yo, nos sentábamos en un banco cercano a un aligustre, algunos muchachos se acercaban para sacarnos a bailar. Entre los muchos consejos que nos recitaba mi madre, el principal era que no hiciéramos caso a los chicos. Decía que no resultaba fino bailar en la plaza, dos señoritas educadas y ricas como nosotras. La obedecimos el primer el día, porque el segundo nos invitaron a bailar dos muchachos guapísimos. Al principio, Clarita y yo nos mostramos algo indecisas, pero eran tan guapos que al final terminamos bailando con ellos. Se llamaban Pablo y Rafael; Pablo era el hijo de un terrateniente y Rafael el sobrino del farmacéutico. Al día siguiente, mi madre estaba ya al corriente de todo. Cuando Clarita, como todas las tardes, vino a buscarme le comentó con cierta ironía:
          - Así que... ayer os salieron al paso dos guapos bailadores. ¿Eh ,Clarita?

 

De mi novela Los Castaños de Indias (edición agotada).