martes, 2 de diciembre de 2014

        
MI PRIMERA ENTRADA EN LA CÁRCEL

 María Jesús Mayoral Roche


Capítulo Cuarto

 
Hacía un calor sofocante cuando comencé el Taller de Literatura en la cárcel, era por el mes de junio. Me acompañaron e hicieron la presentación de rigor el Subdirector de Tratamiento y la Coordinadora de Formación. Una vez formalizado el inicio, me quedé sola con ellos; como faltaban los de la Segunda Galería, el funcionario se fue a llamarlos. Durante la espera uno de los presos, un hombre de rictus serio y sonrisa cansina me preguntó:
         - ¿Nos vas a dar las llaves para salir de aquí?
         Le contesté sin titubear:
         - Te voy a dar las llaves y algo más.
         - A ver si es verdad –me dijo con desesperanza.
         Antes de continuar con mi relato voy a hacer una referencia que me parece importante. Utilizo la palabra preso porque me parece correcta y porque me gusta. Estos eufemismos que emplea Instituciones Penitenciarias los entiendo y resultan comprensibles para ellos; así por ejemplo la cárcel se convierte en Centro Penitenciario, los presos son llamados internos y los carceleros pasan a ser funcionarios. Uno de mis alumnos  decía lo siguiente a este respecto:
         - Eso es una mariconada. Yo cuando escribo una carta no pongo que estoy en el centro penitenciario... Yo pongo que estoy en la cárcel.
         Volvamos al primer día de clase. Entraron los de la Segunda Galería, se sentaron en el fondo y parecían no tener demasiado interés por lo que yo estaba diciendo, al menos esa fue mi sensación. El rostro de uno de ellos me impresionó sobre manera, tenía una sonrisa libidinosa y una mirada dispersa. Mejor no pensar ni elucubrar -me dije. El muchacho que se sentó a mi izquierda apenas se atrevió a mirarme, permaneció cabizbajo todo el tiempo, tan sólo escuchaba y asentía.
         Como el calor era sofocante decidimos abrir la ventana con el fin de que entrara luz natural. Abrir la ventana de la biblioteca en horas de patio era un problema. ¿Por qué? A esas horas el personal del patio empezaba a comunicarse con el del otro: el de las presas. La forma de hablar entre ellos y con ellas era a voz en grito. Lo cierto es que las cosas se enredaban a veces y el vocerío subía aún más. El ventanal de la clase estaba justo al lado del muchacho que no levantaba cabeza. De repente en el silencio de la clase se escuchó una voz femenina proveniente del patio:
         - ¡Devuélveme eso chorizo!
         El joven que no levantaba cabeza, harto y molesto por los gritos no pudo  reprimirse, se levantó del asiento y me dijo:
         - Voy a cerrar la ventana, si no te importa. 
         Fue entonces cuando se atrevió a mirarme. El aspecto de este chico hacía raya con el resto, ¿qué habrá hecho?   -pensé-. Esta curiosidad al principio, lo reconozco, resulta tan normal como morbosa; sin embargo con el paso del tiempo el delito de mis alumnos dejó de interesarme.
         Al fondo y un tanto inquieto se sentó un sudamericano, tal era su aspecto. En aquellos momentos paré mi pensamiento, no, no tenía miedo; pero de pronto me vi sola y me fue inevitable pensar que estaba rodeada de delincuentes y que fuera, en las galerías, había más. Nadie me había advertido de nada; en la cárcel casi nunca te advierten las cosas, en parte es mejor. En aquellos momentos desconocía los delitos de los que se sentaban frente a mí; sin embargo, viéndoles, me resultaba imposible imaginar que aquellos hombres hubieran podido hacer daño a alguien. Algunos de ellos eran muy jóvenes.
         Todos estos pensamientos al principio resultan inevitables y lo cierto es que asimilar aquella realidad me costaba esfuerzo; la cárcel es un plato fuerte para los que desconocemos el mundo de la marginalidad, eso es algo que no se puede negar.
         Volvamos al tema. Aquello más que un Taller de Literatura parecía un funeral de tercera. Rostros abatidos, sonrisas cansinas, miradas dispersas, tristes… Me miraban con atención y cuanto les dije pareció interesarles. Una vez terminada la clase, me pareció que había sintonizado con ellos: esto en la cárcel es fundamental. Por otra parte soy mujer, esto nunca me ha supuesto un obstáculo en la vida; pero en la cárcel el personal femenino entra con cuentagotas. ¿Cómo me verían ellos? ¿Me admitirían? Porque claro, yo me encontré con unos tíos hechos y derechos, hombres que habían vivido lo suyo y que desde luego no daban para nada la imagen de blandos o suaves. Yo por mi parte tampoco resulto blanda, pero una mujer, escritora, enseñando Literatura en la cárcel... ¿Qué pensarán de mí? ¿Les gustará la clase, les gustará el taller? Estas eran las preguntas que me formulaba continuamente. Como soy una pesada y no podía permanecer en la incertidumbre, después de cada clase les preguntaba:
         - ¿Os gusta la clase? Si no os gusta me lo decís y cambiamos el ritmo.
         Con una sonrisa me contestaban al unísono:
         - Que sí, mujer, que sí, que nos gusta.
         El primer día de clase al dar las seis y media me dijeron que se tenían que ir para el recuento.
         - Verás, tenemos que irnos a las seis y media, nos cuentan a todos.
         Yo me quedé un tanto perpleja, no sabía nada de esas cosas. Poco a poco te vas enterando del ritmo cotidiano en la prisión. Me quedé recogiendo y al salir de la biblioteca me despisté, tuve que volver sobre mis pasos, pues me daba la sensación de que por allí no estaba la salida. En el puente que unía las galerías había un gitano con mucha clase peinándose la melena y le pregunté por dónde se salía. Me pidió un cigarro, sonrió al oír la pregunta y me señaló con el dedo la dirección. Esto que cuento no deja de tener su guasa, porque luego pensé que él me podía haber contestado:
         - Eso quisiera saber yo… por dónde se sale.