martes, 7 de abril de 2015




EN LAS GALERÍAS
María Jesús Mayoral Roche

Capítulo Quinto


El segundo día en la prisión iba a ser diferente: debía entrar sola en las galerías. Antes de entrar me tomé un café en el bar de enfrente. Debo confesar que el solo pensamiento de entrar de nuevo en la cárcel me echaba atrás. Habituarse a todo aquello, digerir la idea de que lo que estás viendo es real no es un proceso fácil.
         Todavía recuerdo el gesto perplejo de algún funcionario.
         - Buenas tardes, soy la monitora del Taller de Literatura.
         La incredulidad se desató en una sucesión de interrogantes.
         - ¿Taller de Literatura? ¿Aquí...? ¿En la cárcel...? ¿A estos...?
         Cogió el teléfono para comprobarlo:
         - Está aquí la monitora del Taller Literatura. ¿Esto es nuevo?
         Colgó, me sonrió y me dijo:
         - Está bien, puede pasar.
         A continuación cerrojo, puerta, puerta, cerrojo, carné, teléfono móvil, firma de entrada, puerta, cerrojo, firma, cerrojo, puerta y adentro. Recuerdo que entré muy cargada: libros, carpetas, bolígrafos, lápices, gomas y cuadernos. Intenté dejar todo en el suelo antes de entrar en la rotonda acristalada para hablar con otro funcionario. Una voz tímida y con poco brillo se dirigió a mí.
         - Señorita, ¿va a empezar ya el taller?
         Yo estaba muy afanada en colocar las bolsas de material.
         - ¿Esa voz...? -me pregunté.       
         Me volví y lo único que vi fue el gesto prudente de un hombre con gafas de gruesos cristales que me hablaba tras unos barrotes verdes.
         - Sí, sí, ahora empezaremos.
         - Voy a avisar a los otros. Me han encargado que les avise.
         - Muy bien.
         Tras presentarme al funcionario y solicitar que me abriera la biblioteca, crucé las galerías. Era inevitable que al ver a una mujer me convirtiera en el centro de atención. Algunos de los grupos, que se formaban a la entrada esperando su turno de teléfono, me siguieron con la mirada. Para infundirme valor y mostrar naturalidad, les saludé. Ellos lo agradecieron.
         Entré en la biblioteca y al rato vinieron mis alumnos. Hay cosas que te llaman poderosamente la atención en un sitio así. Los que el primer día parecían algo despistados pasaron a ocupar los primeros lugares, y aquel rostro de sonrisa libidinosa -que tanto me dio que pensar el primer día- se convirtió en uno de mis alumnos favoritos.
         Escogí como primer libro de lectura “El Jugador” de Dostoievski. Cuando comenté esta elección la incredulidad creció aún más: Estos... leer a Dostoievski... en la cárcel... Un funcionario no pudo reprimir la pregunta: ¿Pero tienen éstos nivel para comprender una lectura así?
         ¿Cómo no iban a leer mis chicos a Dostoievski? Yo no lo dudé en ningún momento. ¿Por qué? Se me ocurrió la feliz idea de leerles algunos pasajes de “Memorias de la casa muerta”. Fue tan curioso como sorprendente. Tras leer uno de los capítulos levanté la vista y me encontré ante un auditorio atónito y emocionado. La propuesta no se hizo esperar: ¿Podemos leer el libro entero?
         ¿Cómo no iban a identificarse aquellos hombres con las experiencias de Dostoievski en el penal de Siberia?
         Poco a poco fui acostumbrándome a entrar en la cárcel, es más, todo aquello empezaba a cobrar para mí cierta familiaridad. Creo que no lo he mencionado, pero el total de asistentes a mis clases variaba entre doce y catorce. Las edades de ellos oscilaban entre los veinte y los treinta y ocho años. Todavía los recuerdo, en fila, cruzando la galería con la carpeta debajo del brazo camino de la biblioteca. Algunos días los encontraba esperándome en la puerta de la clase, este detalle me sorprendió. Hay tantas cosas que te sorprenden gratamente dentro del mundo penitenciario...
         Un día se me ocurrió llevarles un paquete de gominolas y regalices: todo un lujo en la cárcel. Hicieron el reparto en silencio y tuvieron buena medida a la hora de coger y dejar a los demás. Me chocó cómo dispusieron las gominolas sobre el pupitre. Las contaron y las alinearon en fila, de vez en cuando las miraban, se comían una y las volvían a alinear. Lo hacen como los niños, igual que niños -pensé. El que ya era mi alumno preferido me dijo:
         - Gracias por las gominolas, eso ha sido un detallazo.
         El hecho de llevar gominolas lo agradecen; pero lo que más agradecen es que te acuerdes de ellos, que alguien se acuerde de ellos.
         Mi Taller de Literatura era algo muy novedoso. Les enseñé a visualizar e imaginar a través de la relajación. A los más nerviosos les costaba muchísimo centrarse, de hecho nunca consiguieron. En la cárcel hasta el más tranquilo se vuelve nervioso. El encierro, los problemas particulares de fuera, los problemas del día a día dentro, las normas, el trato entre ellos y el estado catatónico en que les ha dejado la droga a muchos, hacen que los nervios afloren sin orden ni concierto. Ellos son conscientes de este estado y cuando no se aguantan se van al gimnasio para pegarse una buena sudada. Esta es la técnica empleada en la cárcel para combatir los nervios.
         El cura de la prisión era un mercedario. Como decía uno de los educadores:
         - Más que mercedario es mercenario. Figúrate, ha estado veinte años por cárceles sudamericanas. Anda, que no tiene que contar...
         En cuanto el cura entraba con una bolsa se veía rodeado. En una de estas ocasiones estuve presente.
         - No puedo traer nada –decía el padre Ángel, en cuanto me ven con la bolsa ya están aquí todos. Encima me dicen que siempre les doy ropa a los mismos. Les doy a los que no tienen familia.
         Asistir al reparto de ropa del padre Ángel era comparable a una escena bíblica. De repente entraban sigilosamente los presos que estaban en el patio, uno tras otro se encaminaban hacia la rotonda acristalada hasta rodearla; un sinfín de rostros cariacontecidos -en su mayoría marcados por la miseria-  tendían la mano para que les diera algo.
         Primera y Segunda  Galería,  hasta  en  la  cárcel -pensé- hay  clases: Primera y Segunda. Para salir de las galerías había que golpear una puerta: ésta era la contraseña para que el funcionario te abriera. Aquel día me tocó un funcionario tranquilón que no me abría. Yo estaba con dos bolsas en cada mano y un preso, que estaba tumbado en el suelo, viendo que tardaban en abrirme, me dijo:
         - Pues no le abren.
         Yo me iba familiarizando con la dinámica de la prisión y le contesté:
         - Mira que si tengo que quedarme aquí a pasar la noche.
         Él hizo un gesto con desgana y me respondió con voz cansina.
         - Usted no se queda aquí, usted se va.
         Otro de los presos que en aquellos momentos estaba hablando por teléfono, colgó el auricular y al darse cuenta de la situación me dijo:
         - Usted ha llamado mal, no le han oído.
         Sin pensarlo dos veces pegó dos puñetazos en la puerta y acto seguido la puerta se abrió.
         - ¿Lo ve?
         Le di las gracias y salvado el brete, salí riéndome. Así transcurrieron mis primeros meses en la Prisión de Torrero.