lunes, 16 de enero de 2017

En la trasnochada 
María Jesús Mayoral Roche 


ALEPO 
  
En Villamayor de Gállego, 16 de enero de 2017 

  En estas últimas fiestas navideñas de tanto fasto y consumo, viendo las noticias y los anuncios que nos regala la televisión, saltó una imagen que me hizo bajar la cabeza y contener las lágrimas: el Zoco de Alepo en ruinas, un zoco declarado Patrimonio de la Humanidad. Pero en estos momentos eso es lo de menos, lo que importa es el sufrimiento y el desastre de una guerra que parece no tener fin.
    En el 2003 estuve en Siria con un grupo del Instituto de Idiomas, me pareció un país fascinante, más, cuando te sumerges en su vida cotidiana. En el hamman, en la calle y el hotel, saltaba a la vista que por la indumentaria yo era turista; pero hombres y mujeres me miraban con extrañeza y me preguntaban si tenía algún vínculo familiar sirio. En una hamburguesería un chaval me miraba dudando y no cesaba de preguntar con insistencia mi procedencia, le costaba creer que no fuera de la zona. Estuve por sacarle el pasaporte, pero consideré que no era oportuno y además no lo llevaba a mano, lo tenía a buen recaudo. En el hotel, de todo el grupo, siempre se dirigían a mí para recomendarnos que debíamos ir a Alepo en un pullman especial y no en un autobús de línea; lo hacían con respeto y yo me sentía en mi medio, confiada en un país en el que no te podías relajar. No por su gente sino por las circunstancias que estaban viviendo, recordemos que en el 2003 Siria estaba en el punto de mira. 
    Seguimos la recomendación del botones del hotel y tomamos el pullman para ir a Alepo. La estación era un caos de gritos, abrir bolsas y maletas y de enseñar la documentación, los mismos sirios debía presentarla y registrarse antes de subir al autobús. Llegamos a Alepo sin novedad. Lo del alojamiento fue tenebroso, un hostal vacío cubierto de mugre, parecía abandonado desde hacía tiempo; pero dada la hora no se podía hacer otra cosa: mañana será otro día, nos dijimos. El grupo era impar y alguien debía dormir en una habitación individual, cuál sería el panorama del hotel y su personal para quedarnos mudos, nadie estaba por la labor cuando se pidió un voluntario. Visto lo visto y yo, que era lo más parecido a una lugareña, me brindé a coger la habitación individual. Respiraron hondo cuando di un paso adelante. Mis compañeros estaban por hacer alguna guardia nocturna y me recomendaron que dejara alguna luz encendida, que cerrara la puerta y pusiera una silla, en fin... Os podéis hacer una idea de dónde nos habíamos metido. Les dije que no era necesario dar vueltas por el pasillo en mitad de la noche, que si pasaba pasaba algo me dejaría oír y me eché a reír. Dormí sin necesidad de dejar un ojo abierto, la verdad. 
     A la mañana siguiente el desayuno fue espectacular, al estilo sirio, por supuesto. Pero los que estábamos allí teníamos un denominador común: el árabe nos va y su cultura también, esto incluye la comida. El precio fue deliberadamente abusivo por parte de los del hostal; pero aún así para nosotros estaba tirado. Ellos nos miraban astutamente y extrañados y a la vez nosotros nos mirábamos con complicidad, como diciendo: estos se piensan que nos vamos a quejar del precio. Cuando accedimos gustosamente a la cantidad exigida, los sirios respiraron hondo como diciendo: han tragado. Por supuesto, además, les dejamos propina: la propina es cuestión de educación en estos países.
     El zoco de Alepo nos esperaba, sumergirse en él era como entrar en la dimensión de "Aladino y la lámpara maravillosa". Yo, que me despisto con cualquier cosa, de repente, se me llevaron por delante un grupo de mujeres envueltas de negro. Yo las definía como las de la Dolorosa, con esas vestimentas parecían cofrades de un paso de nuestra Semana Santa. Lo peor vino cuando un isocarro, que apenas cabía en el zoco y echando un humo de mil demonios, nos obligó a arrimarnos al puesto correspondiente. En mi caso no tuve más remedio que pegarme a un costillar de carne recubierta de sebo. El isocarro parecía que no iba a terminar nunca de pasar, se me hizo eterno con la peste de aquella carne vieja y grasienta encima. Viendo la escena, mis compañeros se partían de risa. Los hubo con suerte y les tocó la perfumería, las especias o las telas. Pasado el tornado de aquella máquina infernal, entramos en la perfumería a comprar Crema Nívea, nos gustaba la clásica caja de lata con el nombre en árabe. Estuvimos disfrutando de aquel mercado, observando al personal, registrando entre sus productos, comprando. 
     Después tocó ir al hamman, otra experiencia. Yo decidí entrar pero no darme el baño, no me inspiraban confianza las aguas ni la puesta en escena de las mujeres que regentaban el mismo. Mi ojo detectó algún anélido danzar por allí. Por otra parte, supuse que después de un baño y un masaje sería incapaz de subir a la Ciudadela de Alepo. El hamman es además lugar de reunión de las mujeres, allí fuman, beben té o café, cantan, en fin... se desinhiben a su manera. También ofrecían la depilación, unas francesas pidieron ese servicio y con una pasta de azúcar les depilaron las piernas; estaban maravilladas de lo suave que les quedaba la piel. Yo me encontraba allí de lo más relajada, tomando té y fumando, observando exhaustivamente aquel ambiente, abandonándome a los pensamientos hasta que de nuevo volvieron a hacerme la pregunta: ¿De dónde eres? Y de nuevo la extrañeza y las miradas de aquellas mujeres que no me encajaban en España ni en Europa. Lo cierto es que se quedaron poco convencidas y repitieron la pregunta al resto del grupo. A continuación nos dirigimos hacia la Ciudadela, yo estaba en forma después de tanta relajación y del té; pero tras el baño, el resto del grupo iba arrastrado por el cansancio y el calor.
      Y ahora... cuando veo las ruinas del Zoco de Alepo en TV, bajo la cabeza y reprimo las lágrimas. Resulta inevitable que estos recuerdos se me apoderen y me pregunte qué habra sido de toda aquella gente entre la que me sentía tan bien.