MI PRIMERA ENTRADA EN LA CÁRCEL
Capítulo
Cuarto
Hacía
un calor sofocante cuando comencé el Taller de Literatura en la cárcel, era por
el mes de junio. Me acompañaron e hicieron la presentación de rigor el
Subdirector de Tratamiento y la Coordinadora de Formación. Una vez formalizado
el inicio, me quedé sola con ellos; como faltaban los de la Segunda Galería, el
funcionario se fue a llamarlos. Durante la espera uno de los presos, un hombre
de rictus serio y sonrisa cansina me preguntó:
- ¿Nos vas a dar las llaves para salir de aquí?Le contesté sin titubear:
- Te voy a dar las llaves y algo más.
- A ver si es verdad –me dijo con desesperanza.
Antes de continuar con mi relato voy a hacer una referencia
que me parece importante. Utilizo la palabra preso porque me parece correcta y
porque me gusta. Estos eufemismos que emplea Instituciones Penitenciarias los
entiendo y resultan comprensibles para ellos; así por ejemplo la cárcel se
convierte en Centro Penitenciario, los presos son llamados internos y los
carceleros pasan a ser funcionarios. Uno de mis alumnos decía lo siguiente a este respecto:
- Eso es una mariconada. Yo cuando escribo una carta no
pongo que estoy en el centro penitenciario... Yo pongo que estoy en la cárcel.
Volvamos al primer día de clase. Entraron los de la Segunda
Galería, se sentaron en el fondo y parecían no tener demasiado interés por lo
que yo estaba diciendo, al menos esa fue mi sensación. El rostro de uno de
ellos me impresionó sobre manera, tenía una sonrisa libidinosa y una mirada
dispersa. Mejor no pensar ni elucubrar -me dije. El muchacho que se sentó a mi
izquierda apenas se atrevió a mirarme, permaneció cabizbajo todo el tiempo, tan
sólo escuchaba y asentía.
Como el calor era sofocante decidimos abrir la ventana con
el fin de que entrara luz natural. Abrir la ventana de la biblioteca en horas
de patio era un problema. ¿Por qué? A esas horas el personal del patio empezaba
a comunicarse con el del otro: el de las presas. La forma de hablar entre ellos
y con ellas era a voz en grito. Lo cierto es que las cosas se enredaban a veces
y el vocerío subía aún más. El ventanal de la clase estaba justo al lado del
muchacho que no levantaba cabeza. De repente en el silencio de la clase se
escuchó una voz femenina proveniente del patio:
- ¡Devuélveme eso chorizo!
El joven que no levantaba cabeza, harto y molesto por los
gritos no pudo reprimirse, se levantó
del asiento y me dijo:
- Voy a cerrar la ventana, si no te importa.
Fue entonces cuando se atrevió a mirarme. El aspecto de este
chico hacía raya con el resto, ¿qué habrá hecho? -pensé-. Esta curiosidad al principio, lo
reconozco, resulta tan normal como morbosa; sin embargo con el paso del tiempo
el delito de mis alumnos dejó de interesarme.
Al fondo y un tanto inquieto se sentó un sudamericano, tal
era su aspecto. En aquellos momentos paré mi pensamiento, no, no tenía miedo;
pero de pronto me vi sola y me fue inevitable pensar que estaba rodeada de
delincuentes y que fuera, en las galerías, había más. Nadie me había advertido
de nada; en la cárcel casi nunca te advierten las cosas, en parte es mejor. En
aquellos momentos desconocía los delitos de los que se sentaban frente a mí;
sin embargo, viéndoles, me resultaba imposible imaginar que aquellos hombres
hubieran podido hacer daño a alguien. Algunos de ellos eran muy jóvenes.
Todos estos pensamientos al principio resultan inevitables y
lo cierto es que asimilar aquella realidad me costaba esfuerzo; la cárcel es un
plato fuerte para los que desconocemos el mundo de la marginalidad, eso es algo
que no se puede negar.
Volvamos al tema. Aquello más que un Taller de Literatura
parecía un funeral de tercera. Rostros abatidos, sonrisas cansinas, miradas
dispersas, tristes… Me miraban con atención y cuanto les dije pareció
interesarles. Una vez terminada la clase, me pareció que había sintonizado con
ellos: esto en la cárcel es fundamental. Por otra parte soy mujer, esto nunca
me ha supuesto un obstáculo en la vida; pero en la cárcel el personal femenino
entra con cuentagotas. ¿Cómo me verían ellos? ¿Me admitirían? Porque claro, yo
me encontré con unos tíos hechos y derechos, hombres que habían vivido lo suyo
y que desde luego no daban para nada la imagen de blandos o suaves. Yo por mi
parte tampoco resulto blanda, pero una mujer, escritora, enseñando Literatura
en la cárcel... ¿Qué pensarán de mí? ¿Les gustará la clase, les gustará el
taller? Estas eran las preguntas que me formulaba continuamente. Como soy una
pesada y no podía permanecer en la incertidumbre, después de cada clase les
preguntaba:
- ¿Os gusta la clase? Si no os gusta me lo decís y cambiamos
el ritmo.
Con una sonrisa me contestaban al unísono:
- Que sí, mujer, que sí, que nos gusta.
El primer día de clase al dar las seis y media me dijeron
que se tenían que ir para el recuento.
- Verás, tenemos que irnos a las seis y media, nos cuentan a
todos.
Yo me quedé un tanto perpleja, no sabía nada de esas cosas.
Poco a poco te vas enterando del ritmo cotidiano en la prisión. Me quedé
recogiendo y al salir de la biblioteca me despisté, tuve que volver sobre mis
pasos, pues me daba la sensación de que por allí no estaba la salida. En el
puente que unía las galerías había un gitano con mucha clase peinándose la
melena y le pregunté por dónde se salía. Me pidió un cigarro, sonrió al oír la
pregunta y me señaló con el dedo la dirección. Esto que cuento no deja de tener
su guasa, porque luego pensé que él me podía haber contestado:
- Eso quisiera saber yo… por dónde se sale.