Zuera, la macrocárcel
María Jesús Mayoral Roche
Capítulo sexto
En
julio asistí a la inauguración de la Macrocárcel de Zuera. La nueva prisión nos dejó a todos perplejos:
polideportivo, piscina, salón de actos, audiovisuales, etc. Una cárcel de estas
características, vacía, sin sus moradores habituales, parece un hotel de cinco
estrellas. Sin embargo con el personal dentro, ocupada casi en su totalidad, el
hotel queda transformado en una granja humana.
El cambio de una cárcel de galerías a una modular supuso
para población reclusa un trastorno considerable: la prisión de Torrero era muy
familiar y la de Zuera parecía salirse de madre. Hay que decir que la prisión
no estaba completamente terminada, que quedaban fallos por subsanar y que una
plaga de insectos estaba devorando al personal. Yo me encontré con un problema:
la mitad de mis presos estaban en un módulo y la otra mitad en otro. ¿Qué
hacer? Me dieron a elegir entre un módulo u otro. Yo escogí a la gente que más
había trabajado en mi taller y opté por el Módulo 3. Un día de verano subí a
verles, quería saber cómo se habían adaptado a la nueva prisión. Mi alumno
favorito, mi Pequeño Fugitivo -así me gusta llamarlo- estaba al borde de un
ataque de nervios:
- Como no me saquen pronto de aquí me va a dar algo. Yo ya
he pagado, ya he cumplido mi condena. ¿Sabes? Los Picoletos me pegaron en el
traslado.
Al ver mi gesto inquisitivo puso cara de bueno y se adelantó
a decirme:
- ¡No hice nada! Nos dijeron los Picoletos que no apartáramos
la mirada del suelo, yo, sin darme cuenta miré a uno. Me dijo que bajara la
mirada. Le pregunté mirándolo, qué cuántas películas americanas había visto,
entonces vino otro y me sacudió.
Aquella declaración me dejó estólida. Quizá el guardia civil
se quedó igual al verle esa mirada ambarina y la boca mellada por las drogas. Mi
Pequeño fugitivo tenía unos rasgos inquietantes.
- Pero tú... adónde vas a ir –le dije muy enfadada. Recuerda
lo que decía Dostoievski: en la cárcel se aprende a ser paciente.
Mi enfado le hizo entrar en razón, tal fue el gesto que hizo.
- Bueno, -le dije- pórtate bien y no hagas tonterías. El día
siete estoy aquí.
- Vale –me contestó algo más centrado.
En septiembre de 2002 reanudé mi actividad, ahora tocaba
acostumbrarse a la nueva prisión de módulos, esto llevaba lo suyo. Resultaba muy
triste ver aquellos muros de hormigón coronados de alambrada y tras ellos el
silencio. En Torrero al menos podían escuchar el rumor de la calle, el tráfico
de los coches, el trasiego de la población… En la cárcel de galerías el día a
día era diferente, más familiar. En la nueva prisión pude leer en algunos
rostros que no arrastraban una condena sino una vida; una vida no exenta de
sufrimientos, de remordimientos, de circunstancias adversas, incluso,
abominables. Si a eso le ponemos sonido, el resultado puede ser estremecedor:
el alarido humano. Esa iba a ser la música de fondo en aquella prisión, en
aquella macrocárcel.
Otra vez tuve que explicarles a los funcionarios lo del
Taller de Literatura; la mayoría de ellos eran nuevos y la extrañeza era la
misma que en la vieja prisión. El funcionario echó un vistazo al interior del
módulo y vio a cinco presos preparados con las carpetas. Su extrañeza se
convirtió en perplejidad:
- ¡Ah! Pero si te están esperando.
Las clases dentro del Módulo 3 tenían una dinámica especial.
Un musulmán que hacía de muecín desde una esquina del patio llamaba a la
oración, acto seguido aparecían una docena o más de ellos, se orientaban a La
Meca y se ponían a rezar. Aquello era digno de ver. Luego estaba la megafonía.
Eso de estar anunciando de continuo a los que salían de conducción (cambio de
prisión) o a los que tenían vis a vis, resultaba un tanto molesto. Por otra
parte había fisgones que miraban por el cristal o entraban para preguntar qué
estábamos haciendo. Una tarde de septiembre “El pequeño fugitivo” estaba
triste.
- Están llamando a mi colega de celda –me dijo. Se va de
conducción, ahora me voy a quedar solo. Él está pagando por cosas que he hecho
yo. Di que otras he pagado yo por él.
No tardó en irrumpir en mi clase el susodicho colega con
prisa para pedirles un petate. Paco -uno de mis alumnos- vació el suyo dejando
caer al suelo: el cepillo de dientes, la pasta y el jabón. El chaval cogió el
petate que le dio Paco y me pidió disculpas por la interrupción. Todos le
desearon suerte y finalmente, los dos colegas se fundieron en un abrazo.
La caída de la hoja nos afecta a todos. Fue en uno de esos
días otoñales, cuando uno de mis alumnos me invitó a tomar una cerveza -sin
alcohol por supuesto- en el economato. Estaba pasando por el clásico trance: la
condena empezaba a pesarle y el hastío se apoderaba de él irremediablemente.
Entre cigarro y trago, me confesó que se daba asco a sí mismo. Su mirada era la
de un perdedor y su cansina sonrisa se transformó en una mueca horrorosa.
- ¿Quién te espera cuando salgas de aquí? –le pregunté.
- Nadie –me contestó bajando la cabeza.
- Debes plantearte un futuro. ¿Acaso crees, que no sé que la
droga te tira un montón? Debes empezar a quererte, encima no sólo no te quieres
sino que te das asco.
Me respondió con rabia contenida e indiferencia, dedicándome
una mirada de soslayo cargada de cinismo.
- ¡Qué sabrás tú de mí...!
Encajé el golpe, sabía que aquella invitación al economato
era para darme tralla. Ellos me veían como una mujer de mucho carácter pero con
una vida regalada, sin problemas, sin carencias… Y yo sabía que aquel día no me
iba a ir de vacío, aquella respuesta llevaba lo suyo
encima porque estaba hablando con un seropositivo. El estado de los portadores
de esta enfermedad es cambiante; unos días están pletóricos y otros hundidos. Al
oír su confesión, no le demostré mi sorpresa. Un toxicómano seropositivo es un
chantajista emocional de primera. Ya he dicho que yo no sabía nada de estas
cosas, pero las fui aprendiendo sobre la marcha.
-
Sí, -le contesté serenamente- eso es una carga añadida a tu condena; pero eres
muy joven, quizá estés a tiempo de poner remedio. La ciencia avanza y darán con
el tratamiento de tu enfermedad. Si te hundes en esos pensamientos nunca
saldrás de este pozo.
Ricardo
era seropositivo, pero no era el único en mi clase. Eran hombres muy débiles,
con un grado de perversión que ellos mismos reconocían y que en los momentos
bajos se desahogaban confesándolo; se veían acabados, sin futuro, sin ganas de vivir.
Al oír sus lamentaciones, yo entraba a la carga y les decía lo que no venía en
los escritos. En algún capítulo de los siguientes reproduzco algunas de estas
conversaciones.
El día de la fiesta de la Merced me encontré con algunos de
mis alumnos de Torrero que se encontraban en el Módulo 12. Se alegraron mucho
de verme pero me echaron en cara...
- ¡Te has olvidado de nosotros! En el Módulo 12 estábamos
tantos como en el Módulo 3 y te has ido con ellos. Nos hemos leído el libro y hemos hecho los
deberes.
Aquello tampoco me cogió por sorpresa. JC era un gallo de
pelea y en cuanto me vio me cortó el paso. Yo me eché a reír y le dije:
- Voy a arreglarlo. Hablaré con el Subdirector, le propondré
que me deje el Módulo Cultural. A ver si os puedo reagrupar.
El viernes siguiente, después de dar la clase en el Módulo
3, me fui a hablar con los del Módulo 12.
- Bueno -les pregunté. ¿Quiénes estáis aquí?
En total estaban cinco, pero uno de ellos estaba de
conducción. Tuve que proponerles que buscaran a alguien más.
- A ver si podéis captar a uno más para el taller. Diez
sería un buen número.
Uno de ellos hizo un planteamiento que me dejó estólida:
- Mira, -le dijo a otro colega- tenemos que buscar un preso,
un tío de estos serios y con una condena larga.
Este razonamiento es el ideal dentro de una cárcel, pero
claro, no deja de ser sorprenderte. ¿Un tío serio con una condena larga? Una
condena larga es el equivalente a haberla hecho muy gorda y además debía ser un
tipo serio. ¿Cómo sería mi nuevo alumno?
Mi madre siempre me dijo: ¡Tú, siempre te juntas con lo mejorcito de cada casa!
ResponderEliminarCiertamente esto siempre ha sido así, no lo puedo remediar y me junto siempre con la gente divertida. Por supuesto en la cárcel fue más de lo mismo. El Subdirector de Tratamiento me decía que en mi taller tenía la flor y nata de la prisión. Y oír eso me llenaba de orgullo y satisfacción. Lo que me he podido reír con mi gente. Yo aprendí mucho con ellos y un día me hicieron reflexionar. Les eché una de las mías, así como quien no quiere la cosa, me sentía relajada y les confesé alguna de mis debilidades. Recuerdo que se quedaron mirando los unos a los otros y se decían: Es peligrosa.
Aquel día me dije: María Jesús, esto te lo tienes que mirar.
Es díficil comunicar con esa gente, entrar en su mundo. También es díficil que te respeten, más siendo mujer. Cuando se aburren tienden a desbaratar todo, a reírse, a moverse: cuesta centrarlos. Creo que deberías darnos la selección de lecturas.
ResponderEliminarAlguien que siempre me aconseja muy bien y que ve más que el resto, que cae en esas cosas que los demás pasamos por alto, me dijo, que a la cárcel había que entrar con autoridad moral. También me dijo que yo la tenía. Yo, sinceramente, no sabía que la tenía; pero luego me di cuenta que era necesario tener autoridad moral. Por supuesto también es indispensable saber entenderte con ellos, comunicar: lo uno va unido a lo otro. Porque es necesario argumentar los prinicipios, explicarles qué es la disciplina, enseñarles a discernir. Ellos no sabían qué era eso de lo que yo les hablaba y apoyándome en la Literatura comprendían, se miraban al espejo. Así me lo confesaron ellos mismos.
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