Se acerca el 8 de septiembre
María Jesús Mayoral Roche
El
resto del verano lo pasé con mis padres. Los días estivales en el pueblo
transcurrían largos, tórridos y tranquilos. Por la tarde acudía a la biblioteca
que estaba junto a la iglesia. En realidad no era propiamente una biblioteca,
sino más bien un salón con libros al que llamaban familiarmente "El cuarto
de la doctrina". Allí, mosén Eladio y las catequistas impartían a los
niños las lecciones de catecismo. Aquella sala parroquial, servía también para
las reuniones de las señoras de la Cofradía de Ntra. Sra. del Pueyo, tertulias
de jóvenes y lugar de lectura. Mosén Eladio se pasaba el día discutiendo con
todo el mundo. El viejo cura no admitía cambios, ni en su iglesia ni en sus
procesiones.
Fue en el "Cuarto de la
doctrina" donde conocí e hice amistad con Pilar y Tere. Como prácticamente
pasaba casi todo el año en Zaragoza, apenas conocía y me relacionaba con la
gente del pueblo. Tan solo tenía amistad con Clarita, la hija de don Jaime (el veterinario),
que venía con asiduidad a mi casa para hablar y escuchar las canciones de moda
en el tocadiscos, que me habían regalado como premio de fin de curso mis
padres. Mi madre veía con muy buenos ojos aquella amistad, al fin y al cabo
Clarita era la hija del veterinario y de de doña Orosia, una mujer del Valle de
Ansó muy fina y educada. Sin embargo, no le parecía bien que me relacionase con
Pilar y Tere, que trabajaban como costureras en el taller de una modista del
pueblo. Mi padre le criticaba ese clasismo y le decía:
- Amalia, deja que Irene alterne con
la gente del pueblo, son buenas chicas.
Los domingos me acercaba con mi padre
en bicicleta hasta el molino. Paseando por los maltrechos puentes de estacas me
hablaba de mi futuro. A veces, cuando las aguas de la almenara se estancaban
debido a los estíos de la acequia, nos dedicábamos a pescar barbos, mientras,
me contaba cosas de cuando él era niño y de mis abuelos. Poco recuerdo de
ellos, era muy niña cuando murieron. Me relataba también las travesuras de su
hermana Pilar, la niña que estaba en el cielo y a la que no me atrevía a mirar
cuando dormía en la habitación de los olores. Todos me decían, que cada día que
pasaba, me parecía más a ella. Adoraba y admiraba a mi padre, sobre todo cuando
nos perdíamos entre los frutales hablando o nos subíamos a los árboles para
contemplar los nidos de las abubillas.
El ocho de septiembre se celebraban
las fiestas en honor de Ntra. Sra. del Pueyo. La víspera, a las doce de la
mañana repicaban las campanas y encendían el cohete anunciador de fiestas.
Durante seis días, se sucedían numerosos actos festivos y religiosos. Mosén
Eladio se preparaba a conciencia el sermón del día de la Virgen y las señoras
de la Cofradía limpiaban y engalanaban la peana para la subida en procesión a
la ermita. Clarita venía a buscarme por las tardes para ir al baile. Mi madre
antes de salir de casa, nos daba un sinfín de recomendaciones y consejos, que
terminábamos por no escuchar.
El baile se celebraba en la plaza del
pueblo, rodeada de viejas casas de
estilo aragonés, a los pies de su altiva torre mudéjar. Clarita y yo, nos
sentábamos en un banco cercano a un aligustre, algunos muchachos se acercaban
para sacarnos a bailar. Entre los muchos consejos que nos recitaba mi madre, el
principal era que no hiciéramos caso a los chicos. Decía que no resultaba fino
bailar en la plaza, dos señoritas educadas y ricas como nosotras. La obedecimos
el primer el día, porque el segundo nos invitaron a bailar dos muchachos
guapísimos. Al principio, Clarita y yo nos mostramos algo indecisas, pero eran
tan guapos que al final terminamos bailando con ellos. Se llamaban Pablo y
Rafael; Pablo era el hijo de un terrateniente y Rafael el sobrino del
farmacéutico. Al día siguiente, mi madre estaba ya al corriente de todo. Cuando
Clarita, como todas las tardes, vino a buscarme le comentó con cierta ironía:
- Así que... ayer os salieron al paso
dos guapos bailadores. ¿Eh ,Clarita?
De
mi novela Los Castaños de Indias (edición agotada).