La Muerte de Sancho Ramírez
María Jesús Mayoral Roche
Muralla de Carcasona |
Sancho
Ramírez, conocedor de la dificultad que entrañaba la toma de aquella plaza y
con la paciencia que lo caracterizaba a la hora de planear una buena
estrategia, fue quitando -a lo largo de su reinado- las tierras que rodeaban a
la ciudad de Huesca hasta dejarla ahogada en sus propias murallas; para dominar
el estrecho de Quinto (por el que pasaba el Flumen) y gobernar el Somontano
oscense (país del aceite y del vino), edificó el castillo de Montearagón; por
el sur, fortalezas como el Castellar o Alcubierre -en tierras del reino moro-
dificultaban las líneas de comunicación en el territorio zaragozano.
Ciertamente
aquél fue un año horrible, lleno de sucesos y muertes, entre ellas la de la
reina Felicia y su primogénito; nadie se paró a llorar por ella, tan sólo le
dedicaron alguna que otra oración. No era madre de posibles reyes, pero la
ironía del destino hizo que no sólo fuera madre de un rey sino de dos. Felicia
se quedó consumida en su silencio, a la luz del velón y con el evangelario de
filigrana de plata entre sus manos, en una de esas tardes oscuras y lluviosas
en las que se entregaba a una espiritualidad llena de recuerdos legendarios.
Alfonso no
lloró la muerte de su madre. La presencia de ella en su recuerdo pesaba más que
su eterna ausencia. Cuando recogió su evangelario de plata, el mismo que en lo
sucesivo llevaría consigo a las batallas, prometió:
- Sí madre, hemos
sido los segundos en todo; pero prometo ser el primero y más leal de los
servidores a Pedro: junto a mi padre y mi hermano seré un batallador a
ultranza. Mi padre me lo ha enseñado, vos me lo habéis inculcado y el tiempo
será testigo indiscutible de lo que ahora prometo. La historia, señora que
rememora con exactitud el pasado, dará debida cuenta de mis hazañas.
Al llegar la primavera de 1094, Sancho Ramírez
se encontraba en el sitio de Huesca para trazar su plan estratégico con calma y
detenimiento; con este propósito decidió afincarse una corta temporada en una
almunia situada a orillas de la vía romana que venía de Lérida. Tal era la
espiritualidad del rey y su Fe, que ponía nombres de santos a los lugares que
marcaban las vías de acceso y salida del sitio militar con apoyo en el avance;
su profunda religiosidad regía los actos más determinantes de su vida. Todo
estaba previsto y dispuesto para dar el paso definitivo que le llevase al
dominio de la ciudad de Huesca.
Una fresca y
clara mañana del mes de junio en la que todo era quietud, las águilas rasgaban
el cielo en círculos haciendo gala de su imponente envergadura alada y el sol
comenzaba a lanzar sus fuertes destellos primaverales; Sancho Ramírez para
aprovechar la claridad del día, decidió recorrer las murallas de Huesca en
compañía de algunos allegados de confianza para valorar su estado y hallar sus
puntos más débiles. Viendo un fallo defensivo en un lienzo de la muralla,
levantó el brazo derecho para señalar el lugar, y la escotadura de su loriga
dejó al descubierto por un momento parte de su costado. Un musulmán avispado y
diestro en el manejo del arco que estaba apostado en las murallas, observando
con atención los sospechosos movimientos de los cristianos, aprovechó la
magnífica ocasión que se le brindaba: sin dudar y sin encomendarse a nadie
disparó una certera flecha que fue a clavarse en el costado del rey aragonés.
El rey,
herido de muerte, fue trasladado a su campamento. Tal era la entereza de su
espíritu y la fortaleza de su cuerpo, que en plena agonía y para no desanimar a
los suyos, disimuló cuanto pudo el dolor que le producía tan mortal herida.
Mermado de facultades conforme el tiempo transcurría y sin nada que esperar,
salvo la muerte, sacó fuerza de su propia debilidad e hizo llamar a los ricos
hombres y caballeros que se encontraban junto a él para que fuesen testigos del
juramento que iba a tomar de sus hijos, Pedro y Alfonso.
- Ante Dios y
los aquí presentes, quiero hijos míos, que me prometáis conquistar esta ciudad
que se ha cobrado mi vida. Sigo los pasos de mi padre: morir en combate parece
ser el triste sino de los reyes de Aragón. Recordad, Pedro, que vos sois el rey
a partir de ahora y olvidad el abatido semblante de este otro rey que se muere;
os exhorto a que rindáis y ganéis esta plaza. Dios os bendiga a todos.Pedro y Alfonso conteniendo la emoción de aquel adiós definitivo, con los rostros desencajados por el dolor, juraron que no cesarían en su empeño hasta que Huesca fuese ganada.
Consolando él
mismo a sus hijos y a los que allí estaban, tras dos penosos días de agonía y
sufrimiento, el rey moría al atardecer de un 4 de junio de 1094. Contaba 51
años de edad y dejaba a su hijo, Pedro I, como tercer rey de la casa real
aragonesa de los Ramírez.
Alfonso envió
una carta a su hermano Ramiro para comunicarle la triste muerte del rey; carta
que le fue leída por el prior del monasterio.
“Ramiro, mi
querido hermano en el Señor:
Te
escribo para comunicarte una mala noticia. Nuestro padre el rey, tras reconocer
las murallas de Huesca, murió: un
saetero musulmán acabó con su vida. Su agonía fue la de un héroe, en ningún
momento dio muestra de dolor o abatimiento, es más, nos alentó y nos tomó
juramento para que ganemos esa plaza.
Te
ruego reces por su alma y también por las nuestras, ya que en estos momentos se
estremecen por la tristeza de un rey y padre que nos ha abandonado
inesperadamente. Sé que la vida y la muerte está en manos del Creador, pero mi
dolor en estos momentos es inmenso.
Recuérdanos
a todos en tus oraciones.”
Tras escuchar
las tristes palabras del prior, el pequeño Ramiro se echó a llorar
desconsoladamente. Había transcurrido muy poco tiempo desde que abandonó su
hogar para ingresar en el monasterio y ya habían muerto sus padres; en aquellos
momentos, mientras rescataba algunos recuerdos de su corto pasado, su semblante
se tornaba tan desesperanzado como afligido. La paciente sencillez de su madre
ante sus desatinos en los inicios de la vida y la seguridad de su padre ante
sus contratiempos infantiles, se habían desvanecido para siempre, pero no
estaba sólo: sus monjes estaban con él.
Frotardo
convenció al rey para que su hijo menor, Ramiro, ingresase en su monasterio con
la seguridad de que el niño iría acompañado a San Ponce de Tomeras con una
buena dote para su oblación: el astuto abad estaba en lo cierto. Pero Ramiro
era ajeno a todo lo exterior y pese a la dura disciplina a la que eran
sometidos los oblatos, echaba pocas cosas en falta: se encontraba bien en su
nueva vida. El pequeño en ningún momento podía permanecer solo y mucho menos
hablar con nadie; para los niños el silencio era más que una norma, el peor de
los castigos. Lo prudente era cometer las menos faltas posibles, pues se
pagaban con el látigo o el aislamiento.
Bonito relato,lastima que no te animes a escribir mas novela historica...
ResponderEliminarMe resulta muy aburrida la novela histórica, además de limitarte mucho en la narrativa. La sugerencia es buena, pero me faltan ganas.
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