EN LAS GALERÍAS
María Jesús Mayoral
Roche
Capítulo Quinto
El segundo día en la
prisión iba a ser diferente: debía entrar sola en las galerías. Antes de entrar
me tomé un café en el bar de enfrente. Debo confesar que el solo pensamiento de
entrar de nuevo en la cárcel me echaba atrás. Habituarse a todo aquello,
digerir la idea de que lo que estás viendo es real no es un proceso fácil.
Todavía recuerdo el gesto perplejo de algún funcionario.
- Buenas tardes, soy la monitora del Taller de Literatura.
La incredulidad se desató en una sucesión de interrogantes.
- ¿Taller de Literatura? ¿Aquí...? ¿En la cárcel...? ¿A
estos...?
Cogió el teléfono para comprobarlo:
- Está aquí la monitora del Taller Literatura. ¿Esto es
nuevo?
Colgó, me sonrió y me dijo:
- Está bien, puede pasar.
A continuación cerrojo, puerta, puerta, cerrojo, carné,
teléfono móvil, firma de entrada, puerta, cerrojo, firma, cerrojo, puerta y
adentro. Recuerdo que entré muy cargada: libros, carpetas, bolígrafos, lápices,
gomas y cuadernos. Intenté dejar todo en el suelo antes de entrar en la rotonda
acristalada para hablar con otro funcionario. Una voz tímida y con poco brillo
se dirigió a mí.
- Señorita, ¿va a empezar ya el taller?
Yo estaba muy afanada en colocar las bolsas de material.
- ¿Esa voz...? -me pregunté.
Me volví y lo único que vi fue el gesto prudente de un
hombre con gafas de gruesos cristales que me hablaba tras unos barrotes verdes.
- Sí, sí, ahora empezaremos.
- Voy a avisar a los otros. Me han encargado que les avise.
- Muy bien.
Tras presentarme al funcionario y solicitar que me abriera
la biblioteca, crucé las galerías. Era inevitable que al ver a una mujer me
convirtiera en el centro de atención. Algunos de los grupos, que se formaban a
la entrada esperando su turno de teléfono, me siguieron con la mirada. Para
infundirme valor y mostrar naturalidad, les saludé. Ellos lo agradecieron.
Entré en la biblioteca y al rato vinieron mis alumnos. Hay
cosas que te llaman poderosamente la atención en un sitio así. Los que el
primer día parecían algo despistados pasaron a ocupar los primeros lugares, y
aquel rostro de sonrisa libidinosa -que tanto me dio que pensar el primer día-
se convirtió en uno de mis alumnos favoritos.
Escogí como primer libro de lectura “El Jugador” de
Dostoievski. Cuando comenté esta elección la incredulidad creció aún más:
Estos... leer a Dostoievski... en la cárcel... Un funcionario no pudo reprimir
la pregunta: ¿Pero tienen éstos nivel para comprender una lectura así?
¿Cómo no iban a leer mis chicos a Dostoievski? Yo no lo dudé
en ningún momento. ¿Por qué? Se me ocurrió la feliz idea de leerles algunos
pasajes de “Memorias de la casa muerta”. Fue tan curioso como sorprendente. Tras
leer uno de los capítulos levanté la vista y me encontré ante un auditorio
atónito y emocionado. La propuesta no se hizo esperar: ¿Podemos leer el libro
entero?
¿Cómo no iban a identificarse aquellos hombres con las
experiencias de Dostoievski en el penal de Siberia?
Poco a poco fui acostumbrándome a entrar en la cárcel, es
más, todo aquello empezaba a cobrar para mí cierta familiaridad. Creo que no lo
he mencionado, pero el total de asistentes a mis clases variaba entre doce y
catorce. Las edades de ellos oscilaban entre los veinte y los treinta y ocho
años. Todavía los recuerdo, en fila, cruzando la galería con la carpeta debajo
del brazo camino de la biblioteca. Algunos días los encontraba esperándome en
la puerta de la clase, este detalle me sorprendió. Hay tantas cosas que te
sorprenden gratamente dentro del mundo penitenciario...
Un día se me ocurrió llevarles un paquete de gominolas y
regalices: todo un lujo en la cárcel. Hicieron el reparto en silencio y tuvieron
buena medida a la hora de coger y dejar a los demás. Me chocó cómo dispusieron
las gominolas sobre el pupitre. Las contaron y las alinearon en fila, de vez en
cuando las miraban, se comían una y las volvían a alinear. Lo hacen como los
niños, igual que niños -pensé. El que ya era mi alumno preferido me dijo:
- Gracias por las gominolas, eso ha sido un detallazo.
El hecho de llevar gominolas lo agradecen; pero lo que más
agradecen es que te acuerdes de ellos, que alguien se acuerde de ellos.
Mi Taller de Literatura era algo muy novedoso. Les enseñé a
visualizar e imaginar a través de la relajación. A los más nerviosos les
costaba muchísimo centrarse, de hecho nunca consiguieron. En la cárcel hasta el
más tranquilo se vuelve nervioso. El encierro, los problemas particulares de
fuera, los problemas del día a día dentro, las normas, el trato entre ellos y
el estado catatónico en que les ha dejado la droga a muchos, hacen que los
nervios afloren sin orden ni concierto. Ellos son conscientes de este estado y
cuando no se aguantan se van al gimnasio para pegarse una buena sudada. Esta es
la técnica empleada en la cárcel para combatir los nervios.
El cura de la prisión era un mercedario. Como decía uno de
los educadores:
- Más que mercedario es mercenario. Figúrate, ha estado
veinte años por cárceles sudamericanas. Anda, que no tiene que contar...
En cuanto el cura entraba con una bolsa se veía rodeado. En
una de estas ocasiones estuve presente.
- No puedo traer nada –decía el padre Ángel, en cuanto me
ven con la bolsa ya están aquí todos. Encima me dicen que siempre les doy ropa
a los mismos. Les doy a los que no tienen familia.
Asistir al reparto de ropa del padre Ángel era comparable a
una escena bíblica. De repente entraban sigilosamente los presos que estaban en
el patio, uno tras otro se encaminaban hacia la rotonda acristalada hasta
rodearla; un sinfín de rostros cariacontecidos -en su mayoría marcados por la
miseria- tendían la mano para que les
diera algo.
Primera y Segunda
Galería, hasta en
la cárcel -pensé- hay clases: Primera y Segunda. Para salir de las
galerías había que golpear una puerta: ésta era la contraseña para que el
funcionario te abriera. Aquel día me tocó un funcionario tranquilón que no me
abría. Yo estaba con dos bolsas en cada mano y un preso, que estaba tumbado en
el suelo, viendo que tardaban en abrirme, me dijo:
- Pues no le abren.
Yo me iba familiarizando con la dinámica de la prisión y le
contesté:
- Mira que si tengo que quedarme aquí a pasar la noche.
Él hizo un gesto con desgana y me respondió con voz cansina.
- Usted no se queda aquí, usted se va.
Otro de los presos que en aquellos momentos estaba hablando
por teléfono, colgó el auricular y al darse cuenta de la situación me dijo:
- Usted ha llamado mal, no le han oído.
Sin pensarlo dos veces pegó dos puñetazos en la puerta y
acto seguido la puerta se abrió.
- ¿Lo ve?
Le di las gracias y salvado el brete, salí riéndome. Así
transcurrieron mis primeros meses en la Prisión de Torrero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario