jueves, 3 de abril de 2014


La Muerte de Sancho Ramírez

María Jesús Mayoral Roche


Muralla de Carcasona
 1094 fue un año terrible, marcado por una gran hambruna que todavía permanece en el recuerdo de muchos. Los cristianos se veían obligados a recoger los trigos y las cebadas en las tierras de Huesca para posteriormente transportarlos al reino aragonés, lugar en el que escaseaban. Militarmente, Huesca estaba rodeada de tres murallas: dos de piedra y una de barro, con un total de noventa torres que la flanqueaban. Siete puertas abrían sus murallas de piedra: la de Siricata, de Lizana, Ferreas, Alquibla, Alpargán, Pétrea y de Montearagón.
         Sancho Ramírez, conocedor de la dificultad que entrañaba la toma de aquella plaza y con la paciencia que lo caracterizaba a la hora de planear una buena estrategia, fue quitando -a lo largo de su reinado- las tierras que rodeaban a la ciudad de Huesca hasta dejarla ahogada en sus propias murallas; para dominar el estrecho de Quinto (por el que pasaba el Flumen) y gobernar el Somontano oscense (país del aceite y del vino), edificó el castillo de Montearagón; por el sur, fortalezas como el Castellar o Alcubierre -en tierras del reino moro- dificultaban las líneas de comunicación en el territorio zaragozano.
         Ciertamente aquél fue un año horrible, lleno de sucesos y muertes, entre ellas la de la reina Felicia y su primogénito; nadie se paró a llorar por ella, tan sólo le dedicaron alguna que otra oración. No era madre de posibles reyes, pero la ironía del destino hizo que no sólo fuera madre de un rey sino de dos. Felicia se quedó consumida en su silencio, a la luz del velón y con el evangelario de filigrana de plata entre sus manos, en una de esas tardes oscuras y lluviosas en las que se entregaba a una espiritualidad llena de recuerdos legendarios.
         Alfonso no lloró la muerte de su madre. La presencia de ella en su recuerdo pesaba más que su eterna ausencia. Cuando recogió su evangelario de plata, el mismo que en lo sucesivo llevaría consigo a las batallas, prometió:
         - Sí madre, hemos sido los segundos en todo; pero prometo ser el primero y más leal de los servidores a Pedro: junto a mi padre y mi hermano seré un batallador a ultranza. Mi padre me lo ha enseñado, vos me lo habéis inculcado y el tiempo será testigo indiscutible de lo que ahora prometo. La historia, señora que rememora con exactitud el pasado, dará debida cuenta de mis hazañas.
          Al llegar la primavera de 1094, Sancho Ramírez se encontraba en el sitio de Huesca para trazar su plan estratégico con calma y detenimiento; con este propósito decidió afincarse una corta temporada en una almunia situada a orillas de la vía romana que venía de Lérida. Tal era la espiritualidad del rey y su Fe, que ponía nombres de santos a los lugares que marcaban las vías de acceso y salida del sitio militar con apoyo en el avance; su profunda religiosidad regía los actos más determinantes de su vida. Todo estaba previsto y dispuesto para dar el paso definitivo que le llevase al dominio de la ciudad de Huesca.
         Una fresca y clara mañana del mes de junio en la que todo era quietud, las águilas rasgaban el cielo en círculos haciendo gala de su imponente envergadura alada y el sol comenzaba a lanzar sus fuertes destellos primaverales; Sancho Ramírez para aprovechar la claridad del día, decidió recorrer las murallas de Huesca en compañía de algunos allegados de confianza para valorar su estado y hallar sus puntos más débiles. Viendo un fallo defensivo en un lienzo de la muralla, levantó el brazo derecho para señalar el lugar, y la escotadura de su loriga dejó al descubierto por un momento parte de su costado. Un musulmán avispado y diestro en el manejo del arco que estaba apostado en las murallas, observando con atención los sospechosos movimientos de los cristianos, aprovechó la magnífica ocasión que se le brindaba: sin dudar y sin encomendarse a nadie disparó una certera flecha que fue a clavarse en el costado del rey aragonés.
         El rey, herido de muerte, fue trasladado a su campamento. Tal era la entereza de su espíritu y la fortaleza de su cuerpo, que en plena agonía y para no desanimar a los suyos, disimuló cuanto pudo el dolor que le producía tan mortal herida. Mermado de facultades conforme el tiempo transcurría y sin nada que esperar, salvo la muerte, sacó fuerza de su propia debilidad e hizo llamar a los ricos hombres y caballeros que se encontraban junto a él para que fuesen testigos del juramento que iba a tomar de sus hijos, Pedro y Alfonso.
         - Ante Dios y los aquí presentes, quiero hijos míos, que me prometáis conquistar esta ciudad que se ha cobrado mi vida. Sigo los pasos de mi padre: morir en combate parece ser el triste sino de los reyes de Aragón. Recordad, Pedro, que vos sois el rey a partir de ahora y olvidad el abatido semblante de este otro rey que se muere; os exhorto a que rindáis y ganéis esta plaza. Dios os bendiga a todos.
         Pedro y Alfonso conteniendo la emoción de aquel adiós definitivo, con los rostros desencajados por el dolor, juraron que no cesarían en su empeño hasta que Huesca fuese ganada.
         Consolando él mismo a sus hijos y a los que allí estaban, tras dos penosos días de agonía y sufrimiento, el rey moría al atardecer de un 4 de junio de 1094. Contaba 51 años de edad y dejaba a su hijo, Pedro I, como tercer rey de la casa real aragonesa de los Ramírez.
         Alfonso envió una carta a su hermano Ramiro para comunicarle la triste muerte del rey; carta que le fue leída por el prior del monasterio.
     “Ramiro, mi querido hermano en el Señor:
 
                   Te escribo para comunicarte una mala noticia. Nuestro padre el rey, tras reconocer las murallas de Huesca, murió:  un saetero musulmán acabó con su vida. Su agonía fue la de un héroe, en ningún momento dio muestra de dolor o abatimiento, es más, nos alentó y nos tomó juramento para que ganemos esa plaza.
                   Te ruego reces por su alma y también por las nuestras, ya que en estos momentos se estremecen por la tristeza de un rey y padre que nos ha abandonado inesperadamente. Sé que la vida y la muerte está en manos del Creador, pero mi dolor en estos momentos es inmenso.
                   Recuérdanos a todos en tus oraciones.”

         Tras escuchar las tristes palabras del prior, el pequeño Ramiro se echó a llorar desconsoladamente. Había transcurrido muy poco tiempo desde que abandonó su hogar para ingresar en el monasterio y ya habían muerto sus padres; en aquellos momentos, mientras rescataba algunos recuerdos de su corto pasado, su semblante se tornaba tan desesperanzado como afligido. La paciente sencillez de su madre ante sus desatinos en los inicios de la vida y la seguridad de su padre ante sus contratiempos infantiles, se habían desvanecido para siempre, pero no estaba sólo: sus monjes estaban con él.
         Frotardo convenció al rey para que su hijo menor, Ramiro, ingresase en su monasterio con la seguridad de que el niño iría acompañado a San Ponce de Tomeras con una buena dote para su oblación: el astuto abad estaba en lo cierto. Pero Ramiro era ajeno a todo lo exterior y pese a la dura disciplina a la que eran sometidos los oblatos, echaba pocas cosas en falta: se encontraba bien en su nueva vida. El pequeño en ningún momento podía permanecer solo y mucho menos hablar con nadie; para los niños el silencio era más que una norma, el peor de los castigos. Lo prudente era cometer las menos faltas posibles, pues se pagaban con el látigo o el aislamiento.