viernes, 23 de octubre de 2015



Zuera, la macrocárcel

María Jesús Mayoral Roche
           

Capítulo sexto

En julio asistí a la inauguración de la Macrocárcel de Zuera.  La nueva prisión nos dejó a todos perplejos: polideportivo, piscina, salón de actos, audiovisuales, etc. Una cárcel de estas características, vacía, sin sus moradores habituales, parece un hotel de cinco estrellas. Sin embargo con el personal dentro, ocupada casi en su totalidad, el hotel queda transformado en una granja humana. 
         El cambio de una cárcel de galerías a una modular supuso para población reclusa un trastorno considerable: la prisión de Torrero era muy familiar y la de Zuera parecía salirse de madre. Hay que decir que la prisión no estaba completamente terminada, que quedaban fallos por subsanar y que una plaga de insectos estaba devorando al personal. Yo me encontré con un problema: la mitad de mis presos estaban en un módulo y la otra mitad en otro. ¿Qué hacer? Me dieron a elegir entre un módulo u otro. Yo escogí a la gente que más había trabajado en mi taller y opté por el Módulo 3. Un día de verano subí a verles, quería saber cómo se habían adaptado a la nueva prisión. Mi alumno favorito, mi Pequeño Fugitivo -así me gusta llamarlo- estaba al borde de un ataque de nervios:
         - Como no me saquen pronto de aquí me va a dar algo. Yo ya he pagado, ya he cumplido mi condena. ¿Sabes? Los Picoletos me pegaron en el traslado.
         Al ver mi gesto inquisitivo puso cara de bueno y se adelantó a decirme:
         - ¡No hice nada! Nos dijeron los Picoletos que no apartáramos la mirada del suelo, yo, sin darme cuenta miré a uno. Me dijo que bajara la mirada. Le pregunté mirándolo, qué cuántas películas americanas había visto, entonces vino otro y me sacudió.
         Aquella declaración me dejó estólida. Quizá el guardia civil se quedó igual al verle esa mirada ambarina y la boca mellada por las drogas. Mi Pequeño fugitivo tenía unos rasgos inquietantes.
         - Pero tú... adónde vas a ir –le dije muy enfadada. Recuerda lo que decía Dostoievski: en la cárcel se aprende a ser paciente.
         Mi enfado le hizo entrar en razón, tal fue el gesto que hizo.
         - Bueno, -le dije- pórtate bien y no hagas tonterías. El día siete estoy aquí.
         - Vale –me contestó algo más centrado. 
         En septiembre de 2002 reanudé mi actividad, ahora tocaba acostumbrarse a la nueva prisión de módulos, esto llevaba lo suyo. Resultaba muy triste ver aquellos muros de hormigón coronados de alambrada y tras ellos el silencio. En Torrero al menos podían escuchar el rumor de la calle, el tráfico de los coches, el trasiego de la población… En la cárcel de galerías el día a día era diferente, más familiar. En la nueva prisión pude leer en algunos rostros que no arrastraban una condena sino una vida; una vida no exenta de sufrimientos, de remordimientos, de circunstancias adversas, incluso, abominables. Si a eso le ponemos sonido, el resultado puede ser estremecedor: el alarido humano. Esa iba a ser la música de fondo en aquella prisión, en aquella macrocárcel.
         Otra vez tuve que explicarles a los funcionarios lo del Taller de Literatura; la mayoría de ellos eran nuevos y la extrañeza era la misma que en la vieja prisión. El funcionario echó un vistazo al interior del módulo y vio a cinco presos preparados con las carpetas. Su extrañeza se convirtió en perplejidad:
         - ¡Ah! Pero si te están esperando.
         Las clases dentro del Módulo 3 tenían una dinámica especial. Un musulmán que hacía de muecín desde una esquina del patio llamaba a la oración, acto seguido aparecían una docena o más de ellos, se orientaban a La Meca y se ponían a rezar. Aquello era digno de ver. Luego estaba la megafonía. Eso de estar anunciando de continuo a los que salían de conducción (cambio de prisión) o a los que tenían vis a vis, resultaba un tanto molesto. Por otra parte había fisgones que miraban por el cristal o entraban para preguntar qué estábamos haciendo. Una tarde de septiembre “El pequeño fugitivo” estaba triste.
         - Están llamando a mi colega de celda –me dijo. Se va de conducción, ahora me voy a quedar solo. Él está pagando por cosas que he hecho yo. Di que otras he pagado yo por él.
         No tardó en irrumpir en mi clase el susodicho colega con prisa para pedirles un petate. Paco -uno de mis alumnos- vació el suyo dejando caer al suelo: el cepillo de dientes, la pasta y el jabón. El chaval cogió el petate que le dio Paco y me pidió disculpas por la interrupción. Todos le desearon suerte y finalmente, los dos colegas se fundieron en un abrazo.
         La caída de la hoja nos afecta a todos. Fue en uno de esos días otoñales, cuando uno de mis alumnos me invitó a tomar una cerveza -sin alcohol por supuesto- en el economato. Estaba pasando por el clásico trance: la condena empezaba a pesarle y el hastío se apoderaba de él irremediablemente. Entre cigarro y trago, me confesó que se daba asco a sí mismo. Su mirada era la de un perdedor y su cansina sonrisa se transformó en una mueca horrorosa.
         - ¿Quién te espera cuando salgas de aquí? –le pregunté.
         - Nadie –me contestó bajando la cabeza.
         - Debes plantearte un futuro. ¿Acaso crees, que no sé que la droga te tira un montón? Debes empezar a quererte, encima no sólo no te quieres sino que te das asco. 
         Me respondió con rabia contenida e indiferencia, dedicándome una mirada de soslayo cargada de cinismo.
         - ¡Qué sabrás tú de mí...!
         Encajé el golpe, sabía que aquella invitación al economato era para darme tralla. Ellos me veían como una mujer de mucho carácter pero con una vida regalada, sin problemas, sin carencias… Y yo sabía que aquel día no me iba a ir de vacío, aquella respuesta llevaba lo suyo encima porque estaba hablando con un seropositivo. El estado de los portadores de esta enfermedad es cambiante; unos días están pletóricos y otros hundidos. Al oír su confesión, no le demostré mi sorpresa. Un toxicómano seropositivo es un chantajista emocional de primera. Ya he dicho que yo no sabía nada de estas cosas, pero las fui aprendiendo sobre la marcha.
- Sí, -le contesté serenamente- eso es una carga añadida a tu condena; pero eres muy joven, quizá estés a tiempo de poner remedio. La ciencia avanza y darán con el tratamiento de tu enfermedad. Si te hundes en esos pensamientos nunca saldrás de este pozo.
Ricardo era seropositivo, pero no era el único en mi clase. Eran hombres muy débiles, con un grado de perversión que ellos mismos reconocían y que en los momentos bajos se desahogaban confesándolo; se veían acabados, sin futuro, sin ganas de vivir. Al oír sus lamentaciones, yo entraba a la carga y les decía lo que no venía en los escritos. En algún capítulo de los siguientes reproduzco algunas de estas conversaciones.
         El día de la fiesta de la Merced me encontré con algunos de mis alumnos de Torrero que se encontraban en el Módulo 12. Se alegraron mucho de verme pero me echaron en cara...
         - ¡Te has olvidado de nosotros! En el Módulo 12 estábamos tantos como en el Módulo 3 y te has ido con ellos.  Nos hemos leído el libro y hemos hecho los deberes.
         Aquello tampoco me cogió por sorpresa. JC era un gallo de pelea y en cuanto me vio me cortó el paso. Yo me eché a reír y le dije:
         - Voy a arreglarlo. Hablaré con el Subdirector, le propondré que me deje el Módulo Cultural. A ver si os puedo reagrupar.
         El viernes siguiente, después de dar la clase en el Módulo 3, me fui a hablar con los del Módulo 12. 
         - Bueno -les pregunté. ¿Quiénes estáis aquí?
         En total estaban cinco, pero uno de ellos estaba de conducción. Tuve que proponerles que buscaran a alguien más.
         - A ver si podéis captar a uno más para el taller. Diez sería un buen número.
         Uno de ellos hizo un planteamiento que me dejó estólida:
         - Mira, -le dijo a otro colega- tenemos que buscar un preso, un tío de estos serios y con una condena larga.
         Este razonamiento es el ideal dentro de una cárcel, pero claro, no deja de ser sorprenderte. ¿Un tío serio con una condena larga? Una condena larga es el equivalente a haberla hecho muy gorda y además debía ser un tipo serio. ¿Cómo sería mi nuevo alumno?

viernes, 16 de octubre de 2015


En la trasnochada
María Jesús Mayoral Roche



Villamayor de Gállego, 16 de octubre de 2015

El Síndrome de Stendhal

Bendigo al cielo por no ser un sabio: esos montículos de rocas apiladas me han provocado esta mañana una emoción bastante intensa (es una forma de belleza), mientras que mi compañero, sabio geólogo, no ve en aquello que me impresiona, más que argumentos que apoyan la opinión de su compatriota, el señor Scipion Breislak, nacido en Roma, afirma que es el fuego el que ha formado todo lo que vemos en la superficie del globo, ya sean montañas o valles. Si tuviera la más mínima noción de meteorología, no me produciría tanto placer ver desfilar las nubes y disfrutar de los magníficos palacios o los inmensos monstruos que intuye mi imaginación. Vi una vez a un pastor suizo contemplar las cimas cubiertas de nieve del Jungfrau durante tres horas, con los brazos cruzados. Para él, aquello era música. A menudo mi ignorancia me acerca al estado de ese pastor.
Stendhal

Los sicilianos son muy curiosos, muy preguntones. El pasado septiembre, en Palermo, en una de las tiendas del Corso Vittorio Emanuele –soy ya una clienta conocida-, un comerciante me preguntó si me gustaba viajar sola, si prefería hacer mi semana siciliana sola. Le contesté que me daba igual, que todos mis círculos saben que en septiembre regreso a Palermo y algunos se han apuntado a acompañarme en alguna ocasión, no sólo españoles sino también amigos italianos. El comerciarte me sonreía con picardía como queriendo saber algo más. Para satisfacer su curiosidad le aclaré, que de no viajar con gente muy afín a mis gustos prefiero viajar sola, que ciertas compañías pueden arruinar momentos, instantes y para eso basta un comentario: ese comentario estúpido en mitad del éxtasis que te hace sentir una obra de arte. No todos vemos lo mismo, ni contemplamos lo mismo, ni sentimos lo mismo.

Y es que esa misma mañana -como todos los años- me fui a disfrutar del Duomo de Monreale. Había muchos grupos de turistas. Yo me senté y me emborraché una vez más de aquella belleza, me quedé mirando a ese Pantocrátor que acoge entre sus brazos un ábside de vértigo, repasé las imágenes del Nuevo y Viejo Testamento y me volví para contemplar a la Virgen que está frente a su Hijo. Y mientras me sumergía en la magia de aquella nave cubierta de mosaicos y oro, los turistas se volvían locos haciendo fotos y siguiendo las explicaciones apresuradas de los guías. A la salida, tres españolas hacían la siguiente apreciación: Sí, es arte, pero vamos… Parecían decepcionadas, tanto, que restaban valor a cuanto habían visto. Un comentario de esta categoría en plena contemplación, que es a lo que voy, puede arruinar el más sublime de los momentos.
Volviendo a la tienda, le conté este detalle al comerciante y me dijo: Eso es ignorancia. No, no es ignorancia –le contesté-, es falta de sensibilidad. Al oír mi respuesta sonrió abiertamente y esperó una explicación. En mi opinión no es cuestión de saber, de ser un entendido a la hora de contemplar una obra de arte. El año anterior, hice mi visita a Monreale en compañía de dos alemanas: una madre y su hija, una joven de veintitantos años. La hija me preguntó en italiano cuál era línea de autobús para ir a Monreale, le contesté que yo también iba allí y que el autobús no iba a tardar en llegar. Hablando, hablando, me dijeron que eran de Múnich y yo les dije que era española. La joven dejó de hablar italiano y comenzó a hablarme en español, lo había estudiado en Ecuador. Continuamos hablando en español, mi interlocutora dijo sentirse más cómoda hablando en español. La madre no comprendía nada y la hija de vez en cuando le hacía algún comentario. Me dejaron claro que eran católicas y que estaban muy interesadas en visitar el Duomo de Monreale. Al llegar a Monreale me pidieron que las acompañara. Fue increíble el impacto que les causó contemplar aquella nave cubierta de mosaicos; pero cuando la madre se sentó frente al Pantocrátor se arrancó a llorar de una forma incontenible, al verla, la hija se adoleció de aquel llanto. Yo supuse, por aquella emoción irreprimible, que acababa de perder a un ser querido. Al cabo de unos minutos se serenó y se dio un paseo por la nave central y las laterales; pero en cuanto terminó su paseo, se sentó de nuevo frente al Pantocrátor y volvió a llorar.
He contado dos reacciones diferentes en un mismo lugar. El párrafo de Stendhal -que preside esta Trasnochada- dice bastante a este respecto. Yo, por fortuna, sufro el mal del escritor francés. Siempre pensé que este síndrome lo padecían los espíritus románticos, enfermizos y diletantes en extremo; creía que este síndrome era como esas dolencias que sólo padecen los de sangre azul. Reconozco que frente a un cuadro se me han saltado las lágrimas, otras veces me he quedado paralizada y también he sentido escalofríos. Fue en mi primer viaje a Palermo, después de una semana sorprendente, de un descubrimiento tras otro y de quedarme absorta ante obras de arte que no me esperaba… Al entrar por primera vez en la iglesia de Il Gesù (Casa Professa), sentí que las fuerzas me abandonaban en mitad de la belleza impactante que me rodeaba, tanto, que me vi obligada a sentarme en el primer banco que encontré, respiré hondo y cerré los ojos. ¡Qué emoción más indescriptible! Era como desfallecer ante la presencia de algo sobrenatural que intentaba apoderarse de mí sin ofrecerle resistencia. ¡No, no me resistía a tanta belleza!
Este episodio, esa emoción fuera de control ante la belleza me dio qué pensar, más que nada porque no me parecía racional y me hacía vulnerable. En mi viaje a Yemen me pasó algo parecido, quizá más intenso; pero lo achaqué a que era un país muy sensorial. Fue durante la puesta de sol, tras un gran ventanal contemplaba por última vez la ciudad de Saná. ¡Cómo no desfallecer ante lo que estaba viendo y sintiendo! Una ciudad de barro cubierta de pronto en oro al ser abatida por los últimos rayos de sol y en ese preciso momento, desde los alminares de las mezquitas, los muecines convocando a la oración de la tarde; parecía más un canto de guerra que la plañidera llamada a la que acostumbran en otros países musulmanes. No me vi obligada a sentarme porque estaba tomando el té en el suelo y ya sólo faltó el aroma a cardamomo para sumergirme en una magia sublime. ¡Dios, qué es esto… que me está pasando! Pensé en ese instante.
Al regreso de mi primer viaje a Palermo, llamé a una amiga, otro espíritu diletante y fue ella la que me sacó de la duda echándose a reír: ¡Padeces el mal de Stendhal!  Entonces existe… pensé. ¡Qué suerte la mía! No me privo de nada.
Hablé con ese monje, en quien hallé la amabilidad más perfecta. Le alegró ver a un francés. Le rogué que me abriera la capilla, en el ángulo noreste, donde se encuentran los frescos de Volterrano. Me condujo hasta allí y me dejó solo. Ahí, sentado en un reclinatorio, con la cabeza apoyada sobre el respaldo para poder mirar el techo, las Sibilas del  Volterrano me otorgaron quizá el placer más intenso que me haya dado nunca la pintura. Estaba ya en una suerte de éxtasis ante la idea de estar en Florencia y por la cercanía de los grandes hombres cuyas tumbas acababa de ver. Absorto en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba, por así decir. Había alcanzado ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes inspiradas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía aquello que en Berlín denominan nervios; la vida se había agotado en mí y caminaba temeroso de caerme.
Me senté en uno de los bancos de la plaza de Santa Croce, releí con delicia los versos de Foscolo que llevaba en mi cartera…
Dos días después, el recuerdo de lo que había sentido me dio una idea impertinente: es mejor para la felicidad, me dije, tener el corazón de esta forma que no la Legión de Honor.

Stendhal

Nota.- Los párrafos pertenecen al Diario de Florencia de Stendhal.

jueves, 8 de octubre de 2015




LA GRACIA MARIANA


El Presidente del Gobierno nos ha devuelto la “gracia mariana”: los días que nos quitó nos los ha restituido porque hemos cumplido los objetivos. Los objetivos en la Administración se cumplen siempre, con castigo o sin castigo.   Lo cierto es que Mariano&Cía se ensañaron con los funcionarios de buena gana: nos quitó días, nos quitó una paga extraordinaria y nos ha rebajado cuanto ha podido. Ahora las elecciones están a la vuelta de la esquina y quiere recuperar la confianza, el voto. Pero tal y como ha dejado este Gobierno la Administración Pública, lo tiene claro en las urnas con nosotros. Bueno, supongo que para los que han sacado tajada de ellos, pues eso, seguirán con ellos. Pero a mí, no me afecta en lo más mínimo. En mi caso concreto, estén los que estén, siempre me quedo igual. Yo a lo mío en mi cubil.
            Montoro que se vaya buscando una buena vacante de reserva, seguro que le caerá un puesto mejor que el que tiene, los ministros jubilados mejoran siempre. Y la “Barriguitas” Sor Aya, pues lo mismo. Lo mejor de todo es que la vamos a perder de vista en los telediarios de los viernes. Esas películas de miedo que nos cuenta a los postres, con esas caras, con esa boquita que parpadea, con esos pelos que necesitan una buena peinada y con ese cojín que la levanta del asiento… Creo, que no la volveremos a sufrir en la sobremesa.
También dicen que nos van a devolver la paga extraordinaria que nos birlaron o parte de ella. Lo que hicieron con los funcionarios sería comparable a la acción de ver a un señor rico encorbatado  robando las monedas del platillo a un ciego…Y a las pruebas me remito, después del escándalo Rato, la Operación Púnica, Bárcenas… Y para que algunos sigan bien mantenidos es necesario despojar a los pobres de sus salarios y además ensañarse con ellos. Y luego está ese negrero que se ha creído dueño de vidas y haciendas, llamado Beteta; el que nos quería dar aceite de ricino para curarnos los defectos, esos defectos que siempre arrastramos los funcionarios y, no es otra cosa que la deformación a la que nos somete la propia política aplicada por los políticos que están en el cargo a dedo. Los que estamos abajo estamos a las órdenes de los que están arriba y si los que están arriba son incompetentes, pues incompetencia al canto…
Y es que los funcionarios somos esclavos de la Administración y la Administración no cansa, peor, aburre. Y el aburrimiento es peor que el cansancio. Es cierto que estamos mal vistos; pero cualquier español cumpliendo los requisitos puede optar a una plaza, es sólo cuestión de aprobar una oposición. Yo no me fijo en las vacaciones de los maestros ni en los sueldos de los ingenieros… Ahora con la crisis y el paro todos se acuerdan de nosotros, nos ven como unos privilegiados. Yo no me fijaba en los sueldos que algunos tenían sin tener ninguna cualificación profesional en los tiempos de las vacas gordas. Y es que el deporte nacional es la envidia, estamos siempre pendientes de las vidas de los otros.
Rajoy nos ha devuelto la “gracia mariana”: moscosos y canosos. Y nos los devuelve de buena fe, en el mes de septiembre, después de los meses vacacionales por excelencia: julio y agosto. Ahora todos tenemos que gastar días y en las mismas fechas, esto significa que habrá conflicto de intereses a la hora de cogerlos. Yo no tengo problema, por suerte. Yo no tengo jefe o quizá demasiados jefes, es la comodidad de estar recluida en un cubil. Aunque el otro día me quedé muerta: vino el Jefe Supremo de la casa en carne mortal a visitarme, primera vez en mi vida laboral. Es bueno que un jefe se preocupe de su gente, que se pasee y quiera saber en qué condiciones trabajamos y lo que hacemos; aunque a veces significa peligro: estás en el punto de mira… Yo estoy encantada en mi cubil, ya que me atrinchero en él e intento pasar desapercibida, es lo mejor. Recuerdo que hace dos años tuve un jefe que para mí era invisible y yo para él inexistente, es la mejor relación laboral que pueda existir. Y después de la “gracia mariana”, lo mismo nos cae la “gracia marciana”.