RECUERDOS INFANTILES
María Jesús Mayoral Roche
Aún en estos últimos días, cuando estoy
nerviosa y no consigo conciliar el sueño, me gusta recordar aquellos tranquilos
y felices momentos de mi infancia.
Yo
dormía en una habitación contigua al salón. Mi abuela me acostaba en la cama, me
tapaba, me daba un beso y con voz sigilosa y dulce, me decía:
- Reza el Jesusito y a dormir.
A
continuación mi abuela cerraba la puerta cuarteada con cristales opalinos, que
dejaban penetrar la amarillenta luz del salón y podía distinguir entre una
clara penumbra cuanto me rodeaba: objetos, cuadros y muebles de la habitación
que yo llamaba de los olores. Oía también la conversación de los mayores que
hablaban en voz baja pensando que yo dormía; pero no, no dormía. Estaba en mi
mundo, mirando, oliendo el entorno. Todo era aroma en aquel dormitorio, cada
material desprendía su fragancia: la lana del colchón, el algodón de las
sábanas, la madera del armario. Me encontraba en mi pequeño jardín perfumado de
naturalezas muertas.
Me
extasiaba también en la contemplación de una imagen del "Sagrado Corazón
de María", su rostro tenía la belleza de la sencillez, la Virgen me miraba
con dulzura mostrándome su corazón. Yo la miraba, la miraba, hasta que lograba
encontrarle el parecido con mi madre, en aquellos días era al ser que más
quería.
Al
cabo de un rato me atrevía a mirar el retrato de la niña que estaba en el
cielo, era la hermana de mi padre que falleció de difteria. La pequeña aparecía
en la foto con un vestido y un gorrito, su rostro estaba ligeramente
desenfocado; pero se podía apreciar su gesto travieso. Se llamaba Pilar, los
mayores decían que yo era igualita a ella. La niña me chistaba desde el cuadro
y en el silencio de la noche, me decía.
- Irene, yo velaré tus sueños.
Por la mañana mi abuela corría los
visillos, abría de par en par las ventanas, me bajaba al suelo y me sentaba en
el orinal de loza; el suelo estaba frío. Al momento repicaban las campanas
llamando a misa.
Mi abuela tenía la sabiduría que dan los
años, me encandilaba con sus palabras mientras dábamos paseos por el campo.
Todavía tengo grabado en mi retina el viejo muro de adobe abrazado por la yedra
y los enmarañados zarzales de moras que acaparaban toda mi atención. Lo
recuerdo como si fuese ahora. Mis manitas intentaban atrapar las altivas moras,
que desataban mi rabieta infantil porque nunca podía alcanzarlas.
Y
aún en estos días, cuando estoy nerviosa por los dolores de mi enfermedad y no
consigo conciliar el sueño, mi mente evoca aquellos apacibles días de la
infancia, poco a poco, mis pensamientos se sosiegan y mis dolores se alivian.
Esos recuerdos son un bálsamo para mi mente irritada hasta que el sueño logra
vencerme.
Mis
padres decidieron que me educase en un colegio de monjas de Zaragoza, dejándome
bajo la tutela de mis tíos. Mi tía olía a lavanda, su sencilla forma de vestir
resaltaba su elegancia innata, que parecía haberle sido otorgada por una
aristocracia de blasones raídos con los gules descoloridos. Yo devolví a su voz
la cadencia que un día perdió en la consulta de un médico, cuando éste le dijo
que nunca podría tener hijos. Y como una madre, me crió con el mismo amor que
hubiese dado a su propia hija. A pesar del cariño que me profesaba, me acordaba
mucho de mi madre.
Mi tío, el único hermano de mi padre, era
militar y cuando vestía de uniforme me causaba cierto respeto, sus juegos y
caricias acabaron pronto con mi temor; me besaba mucho y más, cuando se dio
cuenta que su bigote recortado desataba mi risita nerviosa por el suave cosquilleo.
Eso
de ir al colegio hacía que me sintiese muy mayor. El primer día de clase, mi
tía me despertó con pena. Noté como sus frías manos, en medio de mi
somnolencia, me ponían la ropa interior; me enfundó en un uniforme azul marino
que me picaba, rematado con un cuello blanco y tieso que me ahogaba.
Llegamos
al colegio y recorrimos un largo pasillo hasta llegar a una clase donde, según
mi tía, nos estaría esperando una monjita. Su imagen negra me causó una fuerte
impresión, parecía una de esas estampitas que se meten entre las hojas de los
misales. Al verme me preguntó:
-
¿Cómo te llamas?
Mí tía contestó por mí:
-
Irene Vidal.
La
monja terminó de recibir a sus recién llegadas alumnas, entró en la clase y
ocupó la mesa gigante que desentonaba. Se presentó y nos dijo que debíamos
llamarla: Madre Inmaculada. Cuando la monjita nos decía: al recreo. Sacábamos
el bocadillo y bajábamos a un gran patio rodeado de robinias con columpios y
tiovivos. Un día se me acercó una niña a la que nunca había visto. Tenía un
hermoso rostro en el que destacaban sus enormes ojos azules y sus labios color
fresa, su blanca piel resultaba el lienzo perfecto para esos ojos y esos labios
bien dibujados. El pelo rubio y brillante lo llevaba recogido en una preciosa
trenza. Me asombré al verla, parecía una niña sacada de un cuento de hadas. Con
voz trémula me dijo:
-
Si me dejas el columpio, te doy este regaliz.
Le contesté decididamente:
-
¡Vale!
Salté
del columpio. Al darme el regaliz se presentó:
-
Me llamo Almudena Barrios. ¿Y tú?
Le contesté riendo:
-
Yo, Irene Vidal.
Así
comenzó mi eterna amistad con Almudena Barrios. Almudena protagonizaba los
papeles estelares en las funciones del colegio, mientras a mí, por ser una
morenita de grandes ojos negros, me encomendaban la representación de personajes
malvados o pícaros: bruja, ratón o enano. Ella aparecía al final del cuento
envuelta en tules recitando la moraleja, yo por el contrario, terminaba en un
rincón del escenario pidiendo perdón.
Los días de lluvia no había recreo,
para distraernos un rato nos llevaban con Madre Canto. La clase tenía grandes y
viejos ventanales, Almudena y yo nos quedábamos boquiabiertas viendo caer el
agua por los canalones de cinc desgastado. En cuanto la monja se descuidaba,
nos apresurábamos a pegar nuestras naricillas en el frío cristal al tiempo que
echábamos el vaho para hacer garabatos con el dedo. Nos aburría cantar y
repetir lo mismo.
Nos
gustaban los días de lluvia. A la salida del colegio, venían a esperarnos la
madre de Almudena y mi tía con los paraguas, impermeables y las botas de agua.
Las dos salíamos corriendo a la calle para meternos en los charcos, cuanto más
grande y más profundo, más contentas. Nuestro charco preferido se formaba en la
primera esquina del paseo, era enorme y en otoño se quedaba casi cubierto por
la hojarasca. Nosotras lo contemplábamos como si fuese nuestro lago particular,
nos metíamos en él y el agua casi rebasaba nuestras botas. La madre de Almudena
y mi tía se quedaban rezagadas hablando por el camino, hasta que se daban
cuenta de nuestra acción y nos gritaban:
-
¡Niñas, salid de ahí!
Fragmento de mi novela “Los
Castaños de Indias” (Edición agotada)