viernes, 5 de octubre de 2012


EL JUEGO DE LOS ESPEJOS

Por María Jesús Mayoral Roche

 

Que soy una entusiasta de Camilleri es algo ya declarado, es más, tengo la manía de manifestarlo siempre que puedo. En estos días otoñales para que no me afecte la caída de la hoja procuro buscarme un tipo de lectura que me haga sonreír en cada línea. La elección en este caso no era dudosa y la tenía ya apartada, esperándome desde hace un año. La había pospuesto porque en mi lista de prioridades estaba, como siempre, Pirandello. Pero detrás de Pirandello me gusta cambiar radicalmente y leerme lo que sea de Camilleri. Esto es algo parecido a llevar una dieta estricta para luego desmandarse por completo, pues en esto consisten mis regímenes literarios.
Acabo de leerme una de las últimas novelas de Camilleri, la compré el año pasado en mi librería preferida: la Flaccovio, una librería cien por cien siciliana. Me fascina leer a Camilleri en lengua original; pero reconozco que además de gracia tiene su enjundia, y es que ese siciliano salteado con el italiano a veces se me atraviesa. Sin embargo en esta ocasión la he leído de un tirón, será que a puro de leer sus novelas me estoy acostumbrado ya al chapurreado siciliano.
“Il Gioco degli Specchi”. Así se titula en italiano la penúltima novela del Comisario Montalbano. ¿Qué se puede decir de ella? Montalbano es siempre más de lo mismo y Camilleri es en esencia un viejo zorro que conoce bien su oficio. Un veterano escritor es capaz de escribir más de lo mismo, transformarlo, invertir el orden y no dejar de sorprender al lector: esto es lo que ha hecho Camilleri una vez más en “El Juego de los Espejos”. Como viene siendo habitual en él esta novela obedece a un esmerado planteamiento y a un título con trasfondo cinematográfico; luego, como aquel que lleva una cámara al hombro, desarrolla la acción lentamente sin dejarse ni un sólo elemento de los que ya nos tiene acostumbrados. Una de las cosas que más valoro en Camilleri es su sarcasmo, ese punto cruel y realista del que ni siquiera se libra su hijo predilecto. Montalbano es un héroe que envejece y su creador lo resalta en cada capítulo, digamos que hasta se regodea dándole un zarpazo. Pero el protagonista es el protagonista y no hay defecto que no pueda enmendarse con la astucia y Camilleri, mago de la escenografía y creador de un personaje que causa furor en Italia, lo rescata de su torpeza haciéndolo consciente de su pérdida de facultades y esto no deja de ser una forma elegante de sacarlo del bache.
Lo único que he echado de menos en esta novela es ese personaje particular, ese personaje a veces excéntrico, loco o cien por cien siciliano que juega a despistar o hacer reír; y es que esta vez Camilleri ha preferido poner en escena un personaje fantasma, un personaje invisible que actúa en la sombra y al que no le faltará un papel estelar.
Por lo demás Salvo Montalbano es ese entrañable policía siciliano de siempre al que le entusiasma la cocina regional, al que los años comienzan a pesarle y al que la meteorología le influye en su estado de ánimo cada vez más. Lo mismo de siempre con la firma de Camilleri y el sello de la Sellerio.
Esto es lo que me hace sonreír en cada línea:
’Na simana avanti aviva arricivuto un avviso a firma del questori nel quali lo si ’nformava come e qualmenti, in base alle novi norme per il personali emanate di pirsona pirsonalmenti dal ministro, avrebbi dovuto sottoporsi a un controllo di sanità mintali presso la clinica Maria Vergine di Montelusa entro e non oltre deci jorni.
Com’è che un ministro po’ fari controllari la sanità mintali di un dipinnenti e un dipinnenti non pò fari controllari la sanità mentali del ministro?, si era spiato santianno. Aviva protistato col questori.
«Cosa vuole che le dica, Montalbano? Sono ordini dall’alto. I suoi colleghi si sono adeguati»
Adeguarsi era la parola d’ordini. Se non t’adeguavi, avrebbiro nisciuto ’na filama, che eri un pedofilo, un magnaccia, uno stupratore abituali di monache e ti avrebbiro costretto alle dimissioni.«Perché non si riveste?» addimannò il profissori.
«Perché non...» farfugliò tintanno ’na spiegazioni e accomenzanno a rivistirsi. E ccà capitò l’incidenti. I pantaloni non gli trasivano cchiù. Erano sicuramenti quelli stissi che aviva quanno era arrivato, però si erano stringiuti. Per quanto tirasse narrè la panza, per quanto si ’nturciniasse tutto, non c’era verso, non gli trasivano. Come minimo, erano di tre taglie ’nfiriori alla sò. Nell’urtimo dispirato tintativo che fici, persi l’equilibrio, s’appuiò con una mano a un carrello con supra ’n apparecchio mistirioso e il carrello sinnì partì a razzo annanno a sbattiri contro la scrivania del profissori. Che satò all’aria scantato.
«Ma è impazzito?!».
«Non mi entrano i pa... i pantaloni» balbettò il commissario tintanno di giustificarisi.
Allura il profissori si susì arraggiato, pigliò i pantaloni per la cintura e glieli tirò su.
Trasero pirfettamenti.
Montalbano si sintì vrigognoso come un picciliddro dell’asilo che, annato al cesso, ha avuto bisogno della maestra per rivistirisi.
«Già nutrivo seri dubbi» fici il profissori riassittannosi e ripiglianno a scriviri «ma quest’ultimo episodio fuga ogni mia incertezza».


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