martes, 19 de marzo de 2013

LOS CASTAÑOS DE INDIAS
María Jesús Mayoral Roche

        
Los días nebulosos y fríos fueron cediendo el paso a los claros y algo más templados. Por las tardes, la madre de Almudena venía con el cochecito inglés donde por lo general dormía Fernandito, el hermanito de Almudena. Un día Almudena le metió el dedo en el ojo, el chiquitajo dio un gemido terrible. Al ver la acción la madre, le soltó un bofetón que le encogió la cara.
            En vísperas de Semana Santa nos proyectaban una película sobre la Pasión y Muerte de Jesucristo, todos los años era la misma; aunque nos la sabíamos de memoria, siempre salíamos lloriqueando del viejo salón de proyección.
            Las vacaciones de Semana Santa las pasaba con mis padres en el pueblo, acudíamos a todos los actos religiosos. Mi madre era mi sombra, le costó mucho acostumbrarse a mi ausencia durante el curso escolar. La decisión que tomó mi padre de enviarme a Zaragoza para recibir una buena educación en un colegio de monjas, la aceptó de muy mal grado. Mi madre tenía un genio endemoniado, que mi padre entendía bien. De niña la quise con un cariño ciego; pero no hay padre ni madre que escape del juicio de sus hijos cuando éstos son adolescentes, ella no fue una excepción. Su pelo castaño y sus ojos color avellana adornaban una piel blanca y tersa, que resaltaba las finas facciones de su rostro; era como la imagen del Sagrado Corazón de María que había en la habitación que yo llamaba de los olores. Nuestras relaciones fueron buenas hasta que murió mi padre.
            Llegó la primavera. Las robinias y los castaños de Indias del Paseo se revistieron de hojas y se engalanaron con sus floreados racimos blancos. Un sol altivo y joven estrellaba su luz sobre las copas de los árboles cubriendo el suelo de doradas sombras. Recuerdo que nos sentábamos en los alcorques de las robinias para comernos las florecillas dulzonas que caían de sus racimos.
            El final de curso se aproximaba, Almudena y yo éramos unas alumnas aplicadas; la madre superiora nos concedió el diploma de Matrícula de Honor. Mis tíos me llevaron al pueblo para pasar las vacaciones estivales con mis padres. Creo que ya no existen días como aquellos.
            Cuando me levantaba por las mañanas me gustaba corretear por toda la casa, bajar las escaleras descalza y esconderme. Desayunaba a regañadientes porque mi madre no sabía la canción del "Reloj" ni la historia de los soldaditos. A las doce salía al jardín a jugar. Aquel jardín era el centro de reunión del cura, el veterinario, el boticario, mi abuelo y algunas veces, cuando le dejaban libre sus tierras y sus papeles, les acompañaba mi padre. Sentados en un banco de piedra a la sombra de los emparrados charlaban de temas relativos al campo y la ganadería. El cura y el veterinario acababan siempre discutiendo. María cuando veía que la conversación subía de tono les sacaba un porrón de vino y un poco de queso. En cuanto se descuidaba mi abuelo me escapaba corriendo hasta los gallineros, me gustaba asustar a las gallinas para que éstas revoloteasen y cacarearan escandalosamente. 
            Los domingos, mi madre me ponía el vestido de brillantina con jaretas, los zapatos de charol y los calcetines de perlé para ir a misa; nos sentábamos en los primeros bancos. Mosén Eladio revestido con su mejor casulla celebraba mirando al altar, de espaldas a sus fieles; sus sermones encandilaban a aquellas sencillas gentes. A veces aprovechaba la ocasión que le brindaban sus pláticas para dedicarle alguna que otra indirecta a don Jaime. 
            Si la mañana del domingo era fresca, solíamos acercarnos hasta el molino de mis tías. El molino quedaba algo apartado del pueblo; envuelto por viejos y enormes pinos piñoneros, se dejaba divisar en la claridad del horizonte: era como una isla ahíta de variados árboles en mitad de un océano verde y siena. Rodeaban la fachada de la casa numerosas macetas cuajadas de flores multicolores y jardineras de espesas y olorosas clavellinas abrazadas a sus rodrigones. Junto al postigo un sauce llorón cobijaba y daba sombra a begonias de varias especies, petunias, pensamientos y calas. La claridad de un sol estival se asentaba sobre las corolas de las flores, entre las que se posaban y revoloteaban mariposas blancas. Mis tías y un perrito ratonero salían a nuestro encuentro. Mientras León ladraba sin cesar, mis tías nos colmaban de besos y abrazos. Al cargo de la molienda estaba un criado, un pequeño hombre canoso de ojos azules con los lagrimales muy sonrosados, que siempre iba fumando maltrechos cigarrillos de picadura.
            Mi padre me llevaba hasta la sala donde molían el grano, enseguida notaba el cosquilleo de las partículas de harina que flotaban en el aire. Todos gritábamos mucho debido al ruido de la maquinaria del molino y al sordo rumor que producía el salto del agua. Mi padre me asomaba a una enorme ventana, bajo ésta se encontraba el arco central por donde el agua estallaba con más fuerza formando un intenso remolino de espuma blanca. Olía a tierra y piedra mojada.
            Poco a poco, el agua se iba remansando y tomando su cauce alejándose parsimoniosamente. A ambas orillas de la ancha acequia, como aladares se desmelenaban los sauces meciendo sus ramas sobre el agua, ocultándola de los rayos de un potente sol que se filtraban a través de las hojas salpicándola de destellos. La oscuridad de la sala donde molían el grano contrastaba con la claridad del paisaje que ofrecía el ventanal. Por un postigo salíamos a la chopera que había detrás de la casa junto a una almenara. La húmeda y perenne hojarasca de aquella arboleda almohadillaba nuestros pasos acompañados por el murmullo del agua y el canto de jilgueros y cardelinas. Cruzábamos las acequias, que rodeaban la casa, a través de maltrechos puentes de estacas. Los cartujos de Aula Dei que conocían tan nemoroso lugar, enviaban a sus novicios a esta chopera para meditar y hacer oración. Este bucólico lugar tras una tormenta de verano era intenso y  fragante por el olor a las madreselvas.
            Fui ajena en mi infancia a cuanto me rodeaba, la felicidad del instante te aleja de todo. Los amargos años de incertidumbre me llevarían más tarde a reconocer la felicidad de la infancia. Los castaños de Indias son para mí como la magdalena para Proust: la vuelta al pasado.

Fragmento de mi novela Los Castaños de Indias (edición agotada).

10 comentarios:

  1. Me encantan los castaños de indias, y la parte de Alejandro E. es genial. A.E.X.

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    1. El placer se llamaba Alejandro Etxebarria. ¿Recuerdas?

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  2. PERCIOSO Y EVOCADOR, soy tan facil que me identifico con casi todo, será verdad? o es que alguien tiene que recordarme esa epoca.Saludos.Para otra vez querria saber el lugar exacto de su ubicación

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    1. A lo tuyo se le llama sensibilidad. ¿La ubicación? Villamayor de Gállego, como no podía ser de otra manera. Gracias. Un abrazo.

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  3. Me ha gustado mucho lo que habeís escrito sobre los castaños de indias. Adjunto lo que escribí hace algún tiempo sobre este tema por si alguien lo quiere leer.
    http://www.blog.com.es/media/document/los_casta_os_de_indias_y_sus_frutos_nuevo_documento_de_microsoft_word/6943774

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  4. Me acabo de leer tu artículo, tiene otra trascendencia no menos interesante: la herboristería. Y otra más, sobre la etimología de la palabra. En italiano los castaños de Indias son "ipocastanni". Me ha encantado leerlo.

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  5. Recuerdos maravillosos y entraÑables sobre tu novela los Castaños de Indias, todo mi cariño, no cambies !! CBdeMU

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    1. ¿Recuerdas cuando os leía estas páginas, todavía en borrador, en la cocina de Hilarión Eslava?

      Gracias CB de MU.

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  6. Me encantó, muy oportuno para la fecha de semana santa, a mi me pasa igual recuerdo ciertas tradiciones familiares sencillas que me hacían feliz.

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  7. Quién no ha llevado esos calcetines de perlé hechos con cariño por las abuelas, aunque a veces las gomas apretaban y te dejaban marca,jejeje, ese era nuestro clavario!!.Que recuerdos!!.

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